CLAUDIO FERRUFINO-COQUEUGNIOT -.
A la una de la tarde, primer día de otoño en Denver, escucho música de Brasil. Hace frío; no nieva porque aún no se ha reunido hielo suficiente en el cielo. Cielo color de ratones.
Estas canciones viejas, de baile, me recuerdan la niñez, cuando íbamos a mirar partidos de fútbol al estadio departamental, por una avenida Juan de la Rosa con mucha lama, un canal donde corríamos los barcos del deseo y los eucaliptos grandes como no vi más. Jugaba Aurora, de camisetas celestes. En Arlington, Virginia, con cerveza encima, hablábamos con Palillo Foronda, alero legendario de aquel conjunto. En las graderías estaba, siempre, un grupo de brasileros, liderados por un hombre moreno que no llegaba a ser negro, con la grabadora a todo volumen, con estas mismas músicas. Era dueño de un bar que se llamaba Patropí, como la cervecería de mi primo Freddy Claros, frente a la Plaza Colón. País tropical.
Jugaba Aurora. Le decían el "equipo del pueblo", y nosotros lo nombramos "el equipo del pueblo del Brasil". Es que siempre pensábamos en el imperio, y Brasil era su imagen. Hoy, encanecido y apostando conmigo mismo a si la nieve cae hoy o cae mañana, siento nostalgia de aquellos imperiales bailando en las graderías de Cochabamba. ¿Pero es eso lo que me induce a escribir? Veo a Ligia sentada, escuchando el cassette. Regreso del trabajo, lleno de mi uniforme rojo, y el ritmo que sale de mi puerta, mirándola desde afuera, me traslada a otro universo, algo así como el ropero de las "Crónicas de Narnia", de C.S. Lewis. Entra, me dice, que en la música están una bella mujer de oscuro pelo, el mar y las barcas que reman por las playas blancas como carne de coco. Entra. Y Ligia la abre y en sus pupilas se hunde Norteamérica.
Cidade maravillosa. No sé si se escribe maravilhosa o citade. Quisiera saberlo, ahora que las bandeiras han penetrado hasta el fondo de mí. Ajusto "play" en la grabadora y ahí está de nuevo el sudor de Brasil, tan distinto al albor de USA. Vienen mis padres jóvenes, con sus amigos Pepe y Canguro, bailando en las noches de casa, cuando la tina del baño había sido llenada de cerveza y hielo hasta el tope y a los hijos se nos permitía sentar alrededor del baile hasta cierta hora. ¿Dónde está esa alegría? Ven, Ligia, te digo. El tiempo corre contra nosotros, pero el tiempo es desmemoriado y fácil de vencer. Si tú asomas el rostro otra vez se me hace que vendrá el impulso de la fiesta desde los ojos niños que jamás olvidan.
Igual que con las canciones pasa con la literatura. De Milton Nascimento paso a un precioso libro: "Brazil on the Move", de John Dos Passos, el mismo de "Manhattan Transfer", o de los cuentos de la guerra civil española, contemporáneo de Hemingway. Con él asumo las similitudes de Brasil con los Estados Unidos, ciertos patrones iguales de conducta y desarrollo, una búsqueda de ser lo que es el otro. Dos Passos no lo sugiere pero comprendo que no tiene por qué, en su inmensidad, Brasil, seguir unos pasos que no son suyos. Es el gobierno de Juscelino Kubitschek, de la construcción de Brasilia, de la nada, ciudad nacida de pizarra y tinta, obra del arquitecto Niemeyer a quien ser comunista no le impedía construir extravagancia.
Dos Passos habla de Governador Valadares, ciudad de Minas Gerais, cuando no era más que un pueblo en formación, "raw new town". Y me acuerdo de Cristina, y de la gran ciudad que Gobernador Valladares debe ser ahora. Belo Horizonte y su aparición instantánea, igual a los hongos que nacen en el jardín después de la lluvia. Y nombres: Juiz de Forá, Rio Doce, Conselheiro Pena, Timiritinga, Goiás. El encanto portugués me ha invadido. Me empuja a Guimarães Rosa, a la "Tocaia Grande", de Jorge Amado, al acordeón de Toninho Ferragutti. Lembranças de Luiz Carlos Prestes y su Columna, de la historia social y militar del comunismo brasilero. Un país cuya intelectualidad es de las más progresistas del mundo, desde siempre. Y los visos del imperio parecen perderse ahora que surgen los del amor. Y si sigo así, aprendiendo vida e historia porque amo, pronto he de saberlo todo. Y no estaría mal que Brasil y Ligia fueran definitivos, que un beso sellase la historia.
Septiembre de 1997
Imagen: La Croix/Geographie Universele/Habitans du Bresil et du Pais des Amazones, 1705
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