PABLO CINGOLANI -.
Ernesto era una máquina sensible de tocar la guitarra con buen gusto, con sofisticación, con una elegancia extrema.
Tantas noches en el bar Matheus, justo al lado de la embajada peruana.
Ernesto era peruano del Perú, y no sé, ni me acuerdo porqué había recalado aquí. Ni yo me acuerdo porqué. Nuestros caminos se cruzaron el 89, el 90, por ahí, esos años de casi el fin de la bohemia, aquí, en La Paz.
Ernesto tocaba de todo, y lo hacía todo bien, pero sobre todo le metía al jazz, mucho jazz, y blues.
No me acuerdo bien pero su leyenda decía que venía de California, de Berkley, de zapar con los grandes.
Era nuestro pequeño gran Jeff Beck.
Llegaba la noche del jueves y no fallaba: Ernesto Loyola ponía la música, vos te procurabas whisky o lo que sea, y lo ibas a escuchar, y no fallaba, te juro por Dios, que no fallaba.
Estabas en el medio de un hueco del altiplano, colgado del cielo, y escuchabas la santa música negra de los santos negros, interpretada por Loyola, que era mulato, costeño, un músico de sangre, un místico de la guitarra, y te elevabas más, te elevabas.
Y la vida se sentía mejor, se sentía más suave, porque había esa química que ni te cuento.
Y la noche se acababa siempre pronto porque con los blues del Ernesto, la noche se arrechaba y se volvía día.
Y amanecías con tanto jazz en las venas, que te sentías tan fuerte como el Illimani y sabías, como sabía Ernesto, que volar era cuestión de elección, de amor, no sólo asunto de aves o de aviones.
Anoté amor: Ernesto era eso: un amor desmedido por la música.
Eras feliz escuchándolo porque lo sentías así: el era un tipo feliz cuando tocaba sus blues.
Una vez, nos juntamos todos en una casa.
A puro día, la cara limpia, sin resacas.
Y Ernesto se puso a hacer un cebiche que hasta hoy lo recuerdo, hasta hoy lo recordé cuando me desperté, como presintiendo algo. Porque hoy me enteré que Ernesto Loyola, simplemente, se había ido, partido, se fue del mundo de los vivos.
Tantos amigos que están partiendo, mi Dios.
Tanta tristeza.
Comimos ese cebiche bien regado de vinos tintos y Ernesto se puso a tocar valsecitos, música de su Perú. Después, escuchamos dos casetes que había portado el Bati en su mochila, recién salidos, fresquitos: New York de Lou Reed y el primer disco de los Cowboy Junkies.
Uno podía sentir que éramos invencibles.
Que el arte nos embellecía la vida, nos curaba la vida, que no había manera de desmentirnos.
Pero lo mataron a Roby, y volvimos a entender que la vida, la puta vida, también seguía siendo dolor, y tristeza y ese vacío que te dejan los muertos.
Como el que siento ahora por vos, querido Ernesto.
(El mismo que sigo sintiendo por vos, Ricardo)
Ernesto Loyola me llenó de música y se lo agradeceré siempre. Ernesto Loyola me alegró la vida y eso nunca se lo podré devolver salvo en gratitud, salvo en virtud, salvo en saber que su recuerdo seguirá vivo, al menos para mí, al menos dentro mío.
Que en Paz Descanses, mi hermano, al lado de Jimi Hendrix y de todos los músicos apasionados, como vos supiste ser.
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