ROBERTO BURGOS CANTOR -.
A lo mejor, y no sé si es una pensamiento compasivo, la humanidad sobrevive en medio de una época que, por decisión o por azar, escarba, saca y tira al rostro de todos, los montones de porquerías escondidas. Es de esperar que encuentren el correspondiente sumidero. Y que no desagüe en el mar.
Nadie sabe si se sobrevivirá a este desmadre sin freno. Si las resistencias de lo virtuoso tendrán la fuerza de la desmesura de los crímenes cuyo peor rasgo es que carecen de sentido. Robar sin el acicate de la necesidad. Matar sin la ponzoña de la venganza. Abandonar sin los destierros del amor.
En ese combate entre la sensibilidad que resiste la anestesia del exceso y el vértigo del horror incesante, se asoma por estos días la crueldad contra los perros.
No hay que pensar ahora en los micos del científico Patarroyo; ni en los escasos loros de patio con el inacabable platanito podrido; ni los gatos escurridizos de tejado y callejón; ni las hicoteas entre las piedras; ni las ranas de laboratorio escolar; ni los cucarrones en la cartera de Dedé. Tan hermoso que fue tenerlos, en su copia de muñecos de trapo, como amuletos de infancia.
Los perros si tenían su presencia viva. En unos años que colgaban al cuello la placa de latón de las vacunas y no estaban inscritos en la seguridad social veterinaria, no iban al salón de belleza, carecían de un domador matutino, como ahora, que sin bus de colegio recoge los de la manzana y con arreos de feria ecuestre los lleva a caminar por el barrio, sin cantarles.
Otros tiempos. El primero que conocí se llamaba Tarzán y obedecía al nombre sin mecerse de los árboles. Era un perro mediano y robusto, de poca pelambre de un amarillo desvaído. Su caminar sin prisa, las sacudidas de su cola, lo asemejaban a un boxeador de peso medio, retirado. Había algo entre su hocico negro húmedo y sus ojos de castaño oscuro y las orejas no muy largas, que le daba aire de sabido. No gastaba ladridos y parecía mirar, echado en las baldosas frescas, desde otra vida, con melancolía irredimible, a la morena que ayudaba en las rutinas domésticas, siempre descalza, de movimientos de cazadora de estrellas y el brillo de la piel protegido por perlas de sudor. Murió de vejez.
No disputó cuando llegó a casa otro, delgado, pelos abundantes color de ardilla, nervioso, efusivo, Muñeco. Murió de guardia una noche que mis padres fueron a teatro. El ladrón de gallinas entró al patio y fue descubierto por Muñeco. Niños, escuchamos la batalla de ladridos y mordiscos y el ladrón con la artillería de botellas que mi madre ponía en una caja. En la mañana tendido, sin velas, muerto ateo.
Después regalaron a mi padre, una reina, Lola. Mezcla de Pastor y Collins, resultó dulcificada. Menstruaba cada luna y ponía en aprietos a mi madre por las explicaciones.
Perros de entonces, entraban y salían, cuidaban y saludaban, no pedían nada y comían lo de todos.
Imagen: Denise https://www.flickr.com/people/deniseop/
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1 Comentarios
Hermoso escrito. Amo los perros y son junto con mis hijos la luz de mi vida, mi alegrìa. Un placer leerlo.
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