MIGUEL SÁNCHEZ-OSTIZ -.
Cuenta Peter Bogdanovich: «Estábamos en un hotel de Beverly Hills y le pusimos a Orson El Cuarto Mandamiento.
Orson se negó a verla y se marchó de la habitación. Todos nos sentimos
muy mal y le pedimos que volviera. Vimos la película un rato y de pronto
Orson apareció en la puerta y se apoyó contra el marco para mirar el
televisor con aire desdichado. Todos hicimos como si no hubiéramos
reparado en su llegada y seguimos viendo la película. Pasaron unos
minutos. Orson, de modo casual, cruzó la habitación y se fue a sentar al
borde de un sofá desde donde siguió mirando la película con interés,
pero con una especie de desesperación, combinada con una terrible
ansiedad. La película continuó y Orson anunció en voz alta la pérdida de
ciertas escenas trucadas. Algunos minutos más tarde se levantó, nos
volvió la espalda y se dirigió a la ventana, donde se puso a jugar con
la persiana veneciana. Nos intercambiamos miradas. Todos nos dimos
cuenta de que había lágrimas en sus ojos. Un año más tarde, en París, le
pregunté a Orson sobre lo ocurrido aquella noche en Beverly. Le dije
que en aquella noche tuve la impresión de que le resultaba muy doloroso
ver su película tan mutilada. “No, no fue eso lo que me emocionó”,
respondió Orson, “Eso solo hizo que me sintiera furioso … me emocioné
porque aquello era el pasado, era algo que ya había quedado atrás».
Y en Campanadas a media noche, cuando Orson Welles doblado
en Falstaff camina por la nieve, junto con el escuálido maese Robert
Shallow que se empeña en recordarle los alegres tiempos de su juventud,
los de Juanita Faena Nocturna, el viejo sir John le dice: «No hablemos de recuerdos»,
justo antes de sucumbir a la melancolía del recuerdo de aquellos buenos viejos tiempos con una sonrisa
extraña.
A cierta edad, casi sin darte cuenta,
crees que vas para algún lado –«¿Va alguien p’algún lao?», pregunta el
noctámbulo irredento que teme quedarse solo cuando echan la persiana del último tugurio– y en realidad estás
volviendo sobre la huella de tus propios pasos que te conducen la puerta
de tu casa en la ciudad desierta de los «cerrado por defunción» o por
vete a saber qué –¿derribos? ¿quiebras?–, y no hay sombra que no te
recuerde los días de las campanadas a medianoche, casi para cerciorarse
de que fueron ciertos, más incluso que compartidos, no eres un
interlocutor, sino un espejo muy picado en el que tus iguales, tus
maeses sombras y maeses silbidos, se buscan, y en el que te encuentras…
entre la melancólica incredulidad y el susto que te empuja a echar a
correr, aunque sea noche cerrada, en la dirección contraria… o a
palparte las mollas y felicitarte de estar vivo, no es un gran
consuelo, pero para conjuro momentáneo de ese susto, sirve.
2 Comentarios
No hablemos de recuerdos. ¿Cómo hacerlo? La memoria se obstina en restaurar una cartelera arbitraria que usualmente solo nos sume en la desdicha. El silencio no es signo de nada porque todo va por dentro. Poderoso escrito, querido amigo.
ResponderEliminarNo hablemos de recuerdos, dice Falstaff, pero hablan, y rememoran una historia grandiosa, en la que sir John no se lleva la mejor parte, ni mucho menos... Esa es para mí una gran película, era muy joven cuando la estrenaron en mi ciudad porque algunas escenas de bosques las habían rodado en mi tierra, pero no hablemos de recuerdos maese Sombra
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