Amor loco

EMANUEL MORDACINI -.

En 2004 nos contactamos por primera vez en una sala de chat. Pegamos onda enseguida, ella me propuso hablar en privado (de forma virtual, se entiende), yo acepté y así nos fuimos conociendo. Situémonos en esa época; no existían Facebook, Twitter o alguna red social por el estilo. Internet estaba en pañales, era la prehistoria de la Red de Redes, la antesala, si se quiere, de nuestro presente hiperconectado. Era una sala de chat de cine y literatura, de esas que abundaban entonces. El Nick de ella era Luna_Menguante. Yo recuerdo haber mencionado la película Crash, de Cronenberg, y a ella pareció interesarle el asunto. No había visto el film, pero la temática le resultaba fascinante. Me preguntó si yo era perverso, le dije que sí, que me gustaban las películas retorcidas y oscuras, y que Crash me tenía loco. Ella siguió con sus preguntas, yo le conté de Ballard y de otros autores de mi preferencia y la insté a que viera la película, ella dijo que lo iba a hacer. Días después volvimos a encontrarnos en la sala de chat, ella volvió a llevarme al privado. Me dijo en mayúsculas que Crash le había encantado, que nunca se había sentido tan identificada con una película, que quería leer el libro, que la atraía toda esa oscuridad, toda esa depravación, todo ese morbo. Me contó que tenía una fijación extraña con el sexo, que el erotismo la obsesionaba, que le costaba relacionarse con los hombres, que pocos lograban entenderla. Seguimos hablando de Crash, me aclaró que lo que más la había excitado era la escena de las dos minas -con esas palabras me lo dijo-: Holly Hunter y Rosanna Arquette chocando labios y lenguas en el asiento trasero de un automóvil destrozado, sobre el final de la película. Esa era la escena que nos unía, estábamos relacionándonos a través de nuestras perversiones comunes. Ella tenía cuarenta y ocho años, yo andaba por los veinticinco. 

Intercambiamos direcciones de e-mail, nos agregamos a nuestros respectivos Messenger. Dejamos de necesitar de la jodida sala de chat, ahora todo se volvía peligrosamente íntimo. Nuestras conversaciones se volvieron más frecuentes e intensas. Seguí recomendándole películas: Unfaithful, de Adrian Lyne, Romance X, de Catherine Breillat. Ella, Luna_Menguante, me dio su nombre verdadero: Gabriela. Me contó también otras cosas; era profesora de letras, padecía depresión, estaba divorciada y tenía una hija de catorce años llamada Sofía. Vivía en Capital Federal, yo en ese momento estaba en Las Rosas de manera provisoria. Así continuamos por varios días, hasta que comenzamos a tener sexo virtual. Se dio naturalmente, era inevitable que sucediera.

Yo le escribía cosas como esta:

“Te deseo Gabriela, te huelo, no dejo de imaginarte, de recrear cada parte tuya en mi cabeza; tus pechos, tu vientre, la humedad entre tus piernas, te siento Gabriela, te siento a la distancia, y no dejo de fantasear, de pensarte; tu vagina, Gabriela, tu pubis, tu concha endemoniada ¿Estás afeitada ahí abajo Gabriela? ¿O tienes apenas un penacho, un mechón de vello castaño coronándote la vulva?”

Y ella respondía cosas así:

“Emanuel, me volvés loca, seguí, seguí, no sé qué tenés, no sé por qué me siento así, no sabés como me ponés.”

Un dato nada menor: todavía no conocíamos nuestra apariencia. Nuestro sexo chateado se basaba en la completa idealización que nos habíamos hecho uno del otro. Ella pensaba que era un fornicador serial de mujeres, un consumado amante, alguna estupidez por el estilo. Yo realmente me había enganchado, necesitaba escribirle cosas, cuanto más extremas y atrevidas, tantísimo mejor. Ella respondía, se abría de palmo a palmo para recibir mis palabras, mi escritura libertina, el aluvión perverso de mis letras. Internet ya nos resultaba insuficiente; necesitábamos conectarnos de manera más estrecha. Intercambiamos entonces números de celular. Los mensajes de texto no se hicieron esperar; a toda hora, en todo momento. Mensajes incendiarios, vaporosos, enloquecidos. Cuando el fuego se disipaba comenzaban las confesiones, tanto suyas como mías: siendo adolescente Gabriela había tenido dos intentos de suicidio, sus padres optaron por internarla en un neuropsiquiatrico y a los veinticuatro terminó casándose de apuro con el padre de su hija, de quién se divorció al año en muy malos términos. Tomaba antidepresivos a diestra y siniestra. Yo sufría ataques de pánico y tomaba ansiolíticos. Ella solía mezclarlos con vino. Lo mío era la cerveza. Le conté de mi madre loca, de mis inseguridades, de mis eternos fracasos. La idealización se vio de pronto eclipsada por la urgencia; necesitábamos vernos, saber cómo éramos. Ella me envió una foto, yo hice lo propio. La vi por primera vez; era bella, me gustó. De haberme encontrado ante una bruja con cuernos, me hubiese gustado lo mismo. Estaba demasiado entregado a ella, demasiado unido a su locura. Gabriela dijo que yo le parecía muy buen mozo, que mí torturada masculinidad sumada a mi perversión y extraña sensibilidad formaban un cóctel explosivo. Me sentí halagado, jugué a creerle, me convencí de la veracidad de sus palabras. Continuaron los mensajes por celular, que enseguida también resultaron insuficientes. Fuimos más allá; hablar por teléfono, conocer nuestras voces. Le aclaré que no tenía dinero, que llamarla me resultaba muy caro. Me llamó ella, sin preámbulos, una tarde de lluvia. Nos escuchamos por primera vez, su voz sonaba nerviosa, corrompida, como si estuviera permanentemente al borde del llanto. Hablamos casi una hora, con temor, con cierta timidez. Nosotros, que poníamos a prueba nuestra resistencia sexual a través del chat y los mensajes de texto, ahora parecíamos pudorosos adolescentes. La charla fluyó naturalmente, las confesiones siguieron llegando; que cambiaba periódicamente de psiquiatra, que le costaba alcanzar el orgasmo con la penetración, que masturbarse le daba culpa, que era pasiva por naturaleza, que le gustaba que la dominaran, que tenía fantasías de violación, que nunca se había animado a contárselo a nadie, ni siquiera a su psiquiatra, que se cortaba de vez en cuando, que tenía los antebrazos llenos de cicatrices, que fantaseaba con ataduras y látigos, que todo su erotismo pasaba por su psique, etcétera. Casi una hora hablamos, y ya no pude quitarme sus palabras de la cabeza. Seguí enviándole textos, por la madrugada, durante sus horas de trabajo. Me la imaginaba en sus clases de literatura, sentada en su escritorio en un aula llena de adolescentes, leyendo mis mensajes oscuros y depravados ¿Me sentís Gabriela, me sentís adentro? Ella me contaba todo, absolutamente todo: sus horarios, las escuelas donde trabajaba, los nombres de sus alumnos, de su padre, de su hermano, de sus ex parejas. Comencé a sentir celos de los hombres que estuvieron en su vida, celos de su pasado. Conocernos era ya un proyecto de ambos. Yo empecé a planear mi viaje a Buenos Aires, no sabía cómo sucedería, pero eso era lo de menos. Quería escapar de la chifladura de mi vieja, escapar de la mediocridad de Las Rosas. Gabriela era la dosis de adrenalina que me estaba haciendo falta. La extrañaba, necesitaba sentirla, olerla, tocarla, que nuestro sexo no quedara solamente en palabras. Por entonces recién comenzaba a escribir y le había enviado un cuento llamado La Musa, que trataba acerca de una relación insana entre un pintor y su modelo. A Gabriela el cuento le encantó, empezó a decirme que escribía muy bien, que pensara en eso con más seriedad, que no era imposible. También me dijo que mi relato le recordaba a la novela El Túnel, de Ernesto Sábato, escritor del cual era fanática. De este señor yo solo había leído Sobre Héroes y Tumbas, no quería leer más, lo detestaba, lo sigo detestando. Siempre me reventó toda esa tristeza, todo ese alarde de sufrimiento. Pero bueno, volvamos a Gabriela: "Emanuel, vos y  yo somos como personajes de Sábato; gozamos haciéndonos daño", me dijo ella, como si tal cosa. Una cólera inédita comenzó a crecer dentro de mí.

Busqué El Túnel, lo leí. Era cierto, la historia era muy parecida a mi cuento. El pintor de Sábato asesina a la mujer que ama a cuchilladas, la chica de La Musa se suicida cortándose las venas. Los conceptos eran diferentes, pero había acuarelas, pinceles, cuadros, talleres de pintura; demasiadas similitudes. ¿Tenía que escribir un cuento tan parecido a la novela del hipócrita de Sábato? Y lo peor, lo que más avivaba mi sadismo y mi odio; ¿Cómo Gabriela podía decirme  tan suelta de cuerpo que yo era igual a un personaje de él? A partir de ese instante me movilizó un único objetivo: conseguir que Gabriela renunciara a Sábato, que lo odiara como lo odiaba yo, que escupiera sobre sus libros. Comencé a enviarle mensajes descarnados e hirientes, intentando hacerle ver la inutilidad de su amor por ese escritor infame. Despacio fui minando su cerebro, en menos de dos semanas había logrado convencerla que Sábato era una mierda. Ella, hay que decirlo, se entregaba a mis excesos con la obsecuencia y la pasividad de una niña que se sabe en falta. Nuestras mentes estaban unidas, nuestras mentes enfermizas y tortuosas. Por primera vez me invadía el sádico gozo de lastimar a alguien con la palabra, de torcer una voluntad a mi antojo. Y así seguimos por más de un año, con mensajes de texto, con llamadas telefónicas, con esa inabarcable locura que nos devoraba. No existía salvación para nosotros, teníamos que encontrarnos o perecer en el intento.

El 24 de septiembre de 2006 viajé a Buenos Aires, Gabriela fue a esperarme a la estación de Retiro. Eran cerca de las nueve de la mañana cuando bajé del micro, hacía frío y lloviznaba tenuemente. Sentí que una negra melancolía me desbordaba. Me senté en uno de los bancos y miré mi celular, como buscando allí las respuestas necesarias. De pronto escuché una voz: “Emanuel, ¿sos vos?”. Era ella, Gabriela. Nos saludamos con un abrazo tímido. Aspiré su perfume, sentí su cuerpo contra el mío. Era bella, despojada, sensual a su manera. Tenía el cabello ondulado y largo hasta los hombros, de una tonalidad castaña tirando a negra. Vestía sobriamente; camisa, pullover, jeans, pero debajo de todo eso se adivinaba una latente voluptuosidad, una exuberancia que parecía desbordarla, acechar detrás de sus ropas como un animal agazapado. Fuimos al bar de la estación; ella pidió té para dos. Hablamos de cosas que no recuerdo, pero sí recuerdo el cálido vapor del té sobre mi rostro, el murmullo de la gente, el aroma a café de la mañana, la mirada triste de Gabriela, los mechones de su pelo tapándole el rostro, su sonrisa dibujada con barbitúricos, su cuerpo tenso, sus labios crispados. Hablamos mucho tiempo. Ahora tocaba asimilarnos, adecuarnos a nuestra imagen fuera de una pantalla. Capciosamente nos mirábamos, como estudiándonos. Gabriela pago la cuenta y nos retiramos. Una vez fuera de la estación, cuando ella se disponía a pedir un taxi, le pregunté si podía abrazarla, esta vez en serio. Dijo que sí, nos abrazamos fuerte, muy fuerte. Instintivamente busqué sus labios, ella abrió la boca, nos besamos violentamente, como dos irracionales. La apreté con fuerza, le mordí la boca, ella se entregó con una avidez conmovedora. La ciudad se derramaba sobre nosotros, sobre nuestros cuerpos urgentes y colapsados.

Fuimos a su departamento, acomodé mis bolsos, me duché, almorzamos y nos quedamos dormidos. Por la tarde salimos a recorrer Buenos Aires. Seguimos hablando, las palabras fluían como un caudal desbocado. Había ternura en esas charlas, había comprensión, complicidad, entendimiento. Por un momento llegué a pensar que de verdad éramos almas gemelas. El anochecer nos encontró en un McDonald’s, devorando papas fritas y riendo como idiotas. Regresamos a su departamento, bebimos cerveza y vimos algo por TV. Estábamos solos, su hija pasaría la noche en casa de una amiga. Escuchamos música; el Bossa Nova de ella, mi rock alternativo, su Charly García, mi Andrés Calamaro. Bebimos un par de cervezas más, fumamos un poco de hierba. Después de medianoche se desató el huracán, la tormenta de nuestros cuerpos malditos. Borrachos, drogados, nos abrazamos y lloramos, nuestras lágrimas quemaban como si fueran de azufre. Todo giraba, todo nos absorbía. El departamento era pequeño, de un solo ambiente. Había dos camas; la de ella y la de su hija. Caímos en la cama de Gabriela. Le quité la ropa con ferocidad, casi con odio; el pullover, la camisa, el corpiño, los zapatos, la bombacha. Allí la tenía, a ella, a Luna_Menguante, desnuda, impúdica, dilatada, rendida. Hundí los dedos en su pubis, el mismo que tantas veces había imaginado, el mismo que había recreado una y otra vez a través del chat y los mensajes de texto. Me clavé en ella, la atravesé, la partí en dos. Y la noche, simplemente, siguió su curso.

Al otro día conocí a su hija Sofía. Ya había cumplido dieciséis y me agradó al instante. Tenía el cabello negro, la piel muy blanca, los ojos pardos, la mirada desafiante, sabía de libros, de música, de películas. La relación con su madre era complicada, ya se había encargado Gabriela de contármelo. Discutían con frecuencia, se reprochaban cosas, Gabriela solía golpearla de vez en cuando, como para ablandarla un poco. Sofía era incontrolable, una lolita marginal que no dejaba títere con cabeza. El asunto es que terminé conviviendo con ellas. Semanas después continuaba allí, sin trabajar ni buscar trabajo, sin hacer nada en absoluto. Vivía literalmente de Gabriela; comía lo que ella cocinaba, me bajaba sus bebidas, usaba su baño, dormía en un incómodo camastro desmontable instalado cerca de la cocina, robaba descaradamente dinero de su cartera. Cuando Sofía no estaba en casa Gabriela y yo cogíamos. Hacer el amor es otra cosa, no era eso lo que hacíamos con Gabriela. Para nosotros el sexo era una proyección de las perversiones engendradas en nuestras cabezas. Eso era para mí la intimidad con Gabriela: clavarme en ella de la manera más violenta y desesperada, metérsela sin piedad ni miramientos, penetrarla por cuanto agujero me fuera posible, someterla tanto física como psicológicamente. La pasividad de Gabriela exacerbaba mi sadismo latente. Volvamos a situarnos en ese pasado inmediato; no existía 50 Sombras de Grey ni mierdas parecidas, el sadomasoquismo carecía de ese glamour absurdo con que se lo revistió tiempo después. Nosotros estábamos lejos de todo eso; éramos almas nocturnas y torturadas, éramos locos. Aunque, en honor a la verdad, si existía un Señor Grey en nuestro universo: el personificado por James Spader en el film Secretary, el que deja el culo de Maggie Gyllenhaal enrojecido a fuerza de chirlos. Gabriela y yo recreamos esa escena muchas veces, y no diré más sobre el asunto.

Por otra parte, las cosas con Sofía también comenzaron a ponerse extrañas. Se respiraba cierta tensión entre nosotros, algo que podía detonar de un momento a otro. Los días que Gabriela trabajaba jornada completa yo quedaba a solas con su hija, y la muchacha era en verdad inmanejable. Sofía solía pasearse semidesnuda por el departamento sin ningún tipo de pudor. Y ahí estaba yo, observándola, intentando no caer en su telaraña. O a lo mejor lo que a mí me parecía una provocación no era más que una actitud normal de su parte, vaya a saber. Lo cierto es que esas tardes en soledad me permitieron conocer ciertos aspectos inquietantes de Sofía: que le gustaba orinar con la puerta del baño abierta (siempre y cuando yo estuviera mirándola), que tenía predilección por las tangas transparentes y que no se depilaba el vello púbico, entre otras cosas. Cuando sus abordajes se ponían demasiado pesados yo salía a deambular por ahí, no sabía hasta qué punto podía soportar todo aquello, acostarme con Sofía solo hubiera complicado aún más las cosas.

Las discusiones cada vez más violentas entre madre e hija, la ambigüedad de nuestra convivencia, los constantes llamados de mis familiares pidiéndome que regresara a Las Rosas, y, sobre todo, los cada vez más peligroso juegos en que habíamos caído con Gabriela (bofetadas, quemaduras, asfixia erótica, etc.) cimentaron mi decisión de alejarme. Quiero irme, le dije. Ella lloró, se humilló, me rogó de rodillas que no me fuera, pero me mantuve firme. A veces pienso que buscaba su muerte incitando mi sadismo, que lo que en verdad quería era que terminara asesinándola.

Tuve un feroz ataque de pánico antes de volver a mi pueblo. Me atiborré de cerveza y ansiolíticos. Gabriela y yo otra vez en la estación Retiro, era fines de octubre. Nos abrazamos, nos besamos, nos susurramos cosas absurdamente tiernas, lloramos mucho, demasiado. El micro abrió sus puertas, yo estaba completamente colocado. Le prometí regresar. El micro partió. La estación desapareció de mi vista. Gabriela también. Chateamos y hablamos por teléfono muchas veces después de eso, finalmente dejamos de comunicarnos. Regresé a Buenos Aires en varias oportunidades, nunca se me cruzó por la cabeza buscarla; me daba miedo.

Hace una semana encontré un mensaje de ella en mi bandeja de entrada de Facebook, decía lo siguiente:

“Tal vez no te acuerdes de mí, yo sí me acuerdo de vos, se te ve bien en las fotos, me alegra verte recuperado, sinceramente lo digo, me alegra mucho.”

Una abrumadora emoción desbordó mi pecho, todas las imágenes volvieron a mi cabeza: Gabriela, su cuerpo desnudo, sus gemidos, sus ataques de ira, su pubis empapado, sus ojos perdidos, su cabello castaño. Ella; única, loca, irrecuperable. Respondí el mensaje, le conté que lejos estaba de olvidarla, que seguía viva en mi cerebro. Ella contestó, yo contesté a mi vez. Le pregunté por Sofía, me dijo que había empezado la Universidad. El intercambio fue pálido, distante, apenas una chispa de aquel abrasador fuego que nos quemaba.

-Gabriela, en algún momento voy a escribir sobre vos ¿Lo sabés, no? -le dije, antes de despedirnos.

-Hacélo -dijo ella.

Lo hice. Esta es nuestra historia.                    

  


                   

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2 Comentarios

  1. Fornicador serial. Excelente. Muy bien narrado. Abrazos fraternos, amigo Emanuel.

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  2. Sombras de Gray lo arruina todo... muy bueno tu relato.

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