GUILLERMO RUIZ PLAZA -.
…las persianas, obedientes a una misteriosa
orden, descendían lentamente…
Dino Buzzati, “Siete pisos”
–Ya se lo dije, señor: está usted muerto –repitió esa voz femenina, tajante, impersonal, al otro lado de la línea–. Es decir, figura usted como tal en nuestro sistema informático.
César no supo si reír o dejarse llevar por la indignación.
–Si estuviera muerto, creo que me habría enterado.
Ante la insistencia al otro lado de línea, tomó un lápiz y transcribió las instrucciones dictadas por esa voz mecánica y fría. “Qué mujercita”, pensó. “Te dice que estás muerto como si nada.”
– ¿Tiene alguna duda? –preguntó la mujer–. Bueno, en ese caso, que tenga usted un buen día.
Después de colgar, permaneció unos instantes perplejo. ¿Pretendían que viajara hasta la capital cuando hacía años que no salía de casa? Imposible. No iría. Había llamado indignado al Centro de Seguridad Social porque su vecina –que le hacía las compras y le cobraba la jubilación a cambio de una mensualidad simbólica– le había dicho esa mañana, al volver del trámite, que no habían querido darle la suma.
Se sentó en el sillón y abrió un libro, pero no lograba concentrarse. Al releer por tercera vez la misma página, se dio cuenta de que no se sentiría en paz hasta que no hubiera solucionado el problema. Con lentitud, se puso unos pantalones de pana, su abrigo negro y unas botas que tenía olvidadas en el fondo del armario. Abrió el cajón donde guardaba sus documentos de identidad –efectivamente, como dijo la vecina, estaban caducados desde hacía una semana– y sacó la carpeta que, una vez al mes, le servía para cobrar la jubilación. Metió todo en un maletín gastado de cuando era viajante de comercio. Buscó unas fotos suyas; no las encontró. Odiaba sacarse fotos. Otra cosa desagradable que tendría que hacer hoy. Se tomó la medicina y miró su reloj. Las diez y cinco. Bajó las escaleras de su pequeño edificio y, venciendo el miedo, salió a la calle.
La mañana era blanca. Hacía tiempo que no sentía el viento en la cara y había olvidado la sensación de sus pies hundiéndose en la nieve. Debía viajar. No tenía opción. No era una cuestión de honor ni de dinero; presentía las funestas sorpresas que engendraría esa llamada. Pensó: “Un día te dicen que estás muerto y al otro se meten en tu casa, te sacan a patadas y te entierran en un asilo.” Porque, llegado el caso, ¿cómo probaría que era César Díaz?, ¿quién podría corroborar su declaración? No tenía hijos y su ex mujer vivía desde hacía tiempo con otro hombre. Había perdido el contacto. Sus amigos más cercanos habían muerto y los otros se habían dispersado por el mundo. Y era mejor así. La voz de la mujer le informó que debía presentarse en el Centro Nacional de Seguridad Social en el plazo de una semana, armado de sus papeles de identidad y de unas fotos recientes. Lo primero daría indicios de su identidad; lo segundo, de su existencia. Entró en la estación de trenes y, con una sonrisa agria, se dijo una de sus frases favoritas: “Este mundo es una boludez organizada.”
Subió al tren y se sentó al lado de una ventanilla. Cerró los ojos y respiró hondo. Escuchó una voz aguda. Se crispó, abrió los ojos. Una niña le dijo “hola” desde el asiento de enfrente. Sentada a su lado, la madre le sonrió. César se levantó, tomó su maletín y fue a sentarse a otro vagón. Cuando el tren con rumbo a la capital salió de la estación, miró por última vez la nieve de los tejados, el humo de las chimeneas, el hormigueo de la gente de su pequeña ciudad. Observó esos cuadros vivos por el rectángulo tembloroso de la ventanilla. El viaje les devolvía un brillo olvidado, un encanto fugaz. Vio desfilar paisajes nevados, poblaciones aisladas, luces dispersas en la niebla. Le sorprendió que todo eso lo llenara de una sensación agradable. Cerró los ojos y respiró hondo.
Lo despertó el chirrido del tren. Miró por la ventanilla. Estaba entrando en la estación de la capital. Sin querer, se había ahorrado las tres horas y media de viaje. En una cafetería del hall de entrada, compró un sándwich y pidió un plano de la ciudad y los horarios de los transportes públicos. Después de tantos años, no estaba seguro de poder moverse solo en la capital. Se quedó unos instantes frente a las puertas automáticas de vidrio, escuchando con aprensión los ruidos de la calle. Al salir, lo deslumbró un ancho bulevar con alamedas nevadas que parecían derretirse al sol de las tres de la tarde. Se sentó en el único banco seco que encontró y comió el sándwich de jamón y queso mientras miraba a la gente pasar. Hombres de abrigo, bufanda y maletín, chicos y chicas igual de melenudos con la mochila a la espalda, mujeres de tacones altos que, a su paso, dejaban estelas perfumadas. ¿Cuánto tiempo hacía que no se sentaba al sol? Cerró los ojos y se concentró en la tibieza que sentía en la cara. El rumor de los pasos era agradable, hipnótico. Abrió los ojos y sintió unos deseos inconfesables de perderse entre la multitud. Terminó de comer y se levantó. Caminó una cuadra entre la gente y luego, como si tuviera que justificarse, sacó el plano, lo desplegó y comprobó que el Centro de Seguridad Social quedaba a diez cuadras de allí. Cerca había una parada de bus. Se detuvo unos instantes con el plano desplegado en las manos. Reanudó su marcha. ¿Qué apuro tenía? Llevaba años sin visitar la capital. Recorrió el bulevar y se metió por calles que no conocía siguiendo solo las franjas de sol. De vez en cuando miraba el plano para evitar un extravío, pero al llegar al Jardín del Obispo, metió el plano en el bolsillo de su abrigo y no lo volvió a sacar. Había recordado el camino hasta el centro y se sentía confiado. Miró el portal de hierro verdusco y, detrás de él, los senderos de gravilla que se adentraban en el jardín, entre los parterres sin flores y las fuentes cenizas. Entró con paso decidido. Fue hasta el estanque de su juventud universitaria y se miró en el agua. Se perdió en los senderos, adelantando a las madres que empujaban sin prisa los cochecitos con sus bebés tapados hasta los ojos, subió a la colina central, desde la cual podía verse el dibujo geométrico de los jardines, dio de comer las migajas de pan que le quedaban a las palomas que se arremolinaron en torno a él, y todavía tuvo tiempo de entrar en un vivero que no existía en sus tiempos de estudiante. Allí dentro, el olor a helecho lo trasportó años atrás, a la cama de una mujer innombrable que lo atenazaba entre sus piernas.
Cuando salió del jardín, los edificios ya habían ensombrecido las calles más estrechas. Decidió volver al bulevar y seguir recto hacia el centro. Pasó delante del café Siglo XX y se vio sentado a sí mismo, mucho más joven, frente al ventanal, con una taza de café en la mano y el maletín a los pies. Sintió deseos de entrar, pero la sombra de los edificios casi había alcanzado su acera y empezó a soplar una brisa helada. Se pasó la bufanda alrededor del cuello y cerró los botones de su abrigo. Vio una parada de bus a una cuadra, pero cuando llegó allí se dio cuenta de que estaba a solo unas calles de su lugar preferido en la capital. Miró su reloj. Las cuatro y media; tenía tiempo. Cuando llegó a la plaza mayor, todavía había algo de luz, y la gente, que afluía desde las calles aledañas, se sentaba en los pocos sitios libres que quedaban en las terrazas de los cafés. Las calles laterales ya estaban oscuras. Como una invitación, se encendieron las farolas y decidió aventurarse. Era una calle típica del Casco Viejo, empedrada y fría, pero tenía encanto. Las luminarias de las tiendas se reflejaban en el empedrado húmedo y flotaba en el aire un aroma dulce de masitas. En cuanto lo sintió, empezó a caminar sin otro guía que su olfato. El olor venía de allá, siempre de más allá, y a los lados se sucedían librerías de viejo, joyerías, talleres de artesanías, cafés. No interrumpió la marcha hasta que desembocó en otro bulevar. Resultó evidente que se había pasado de largo. Al desandar el camino, le asombró la distancia recorrida y se dijo que seguro había andado, no una sola, sino varias callejas serpenteantes que se sucedían como en un laberinto. ¿Habría recorrido sin darse cuenta toda la ciudad antigua? A unos cincuenta metros de la plaza mayor, llegó a una cafetería donde se veía masitas en vitrina. Supuso que era la que buscaba y entró. Se disponía a sentarse cuando descubrió en el reloj de pared que eran las cinco y diez. El corazón le dio un vuelco. “Mierda”, soltó antes de salir disparado. Dirigiéndose hacia la plaza mayor, apretó el paso. En poco más de media hora cerraría la Seguridad Social.
Caminó contra el viento helado. Un taxi pasó por su lado y el chofer le hizo señas. César no lo detuvo. En el camino halló una cabina de fotos rápidas. Entró y se hizo la foto de identidad. Ni tuvo tiempo de mirar el resultado. Sacó la lámina con las cuatro fotos idénticas, la sacudió un instante en el aire y la metió en la carpeta. Reanudó la marcha, miró su reloj, se puso a trotar. Divisó el letrero luminoso de la Seguridad Social y decidió seguir trotando el trecho que faltaba. Serían unos cincuenta metros. Se detuvo jadeando, con las manos sobre los muslos. Cuando recuperó el aliento, levantó la vista hacia el edificio, el cual tenía un número vertiginoso de ventanas que se perdían en lo alto. Subió las gradas de piedra y abrió la pesada puerta de la entrada. Había cinco despachos dispuestos en hilera. Detrás del primero, una mujer madura colgaba el auricular del teléfono. Los otros despachos estaban vacíos. Más allá, una sala de espera con una mesa circular en el centro y, sobre ella, pilas y pilas de revistas gastadas. Se acercó al despacho y quiso explicar su caso.
–Tiene que subir al tercer piso –lo cortó la mujer–. Apúrese, cerramos en diez minutos.
Caminó hacia el ascensor.
–Está averiado –dijo la mujer y le señaló una puerta en el fondo del hall.
Abrió los botones de su abrigo, respiró hondo, se dirigió a la puerta y la abrió. Comenzó a subir las escaleras en caracol rodeadas de cristal. Primer piso. Ya se habían encendido las luces de neón del techo, pero el sol, con fuerza agónica, doraba aún los peldaños de mármol. Segundo piso. Por el inmenso ventanal, miró los tejados de las viejas casas del barrio y también, a lo lejos, las luces coloridas de la plaza mayor. No había tantas luces en sus recuerdos. Pero no podía demorarse. Tercer piso. Se detuvo frente a la puerta de acceso, recuperó el aliento y la empujó. Una sala de espera. Había una sola persona sentada contra la pared del fondo. Era una muchacha. De una oficina, salió un tipo que pasó por su lado sin mirarlo y bajó las escaleras. De inmediato, en caracteres rojos, el número 734 se encendió en una pantalla empotrada en la pared y la muchacha se levantó para entrar en la oficina.
– ¿En qué le puedo ayudar, señor?
Miró a su alrededor. Frente a él, de pie tras su despacho, un hombre de mediana edad lo miraba con aire impaciente. Se acercó con pasos lentos y el empleado miró su reloj levantando las cejas. Ni bien puso la carpeta sobre el despacho, el otro le dijo:
–Aquí ya cerramos, señor. Si tiene suerte, todavía lo atienden arriba.
– ¿Cómo arriba? –preguntó.
–En el quinto, señor.
–Pero no tiene sentido.
–Hoy es viernes, señor –respondió el otro, como si eso lo explicara todo.
Salió de la oficina la muchacha y, tras ella, una funcionaria que cerró la puerta con llave y bajó las escaleras.
– ¿Me garantiza que me van a atender en el quinto? –preguntó.
El empleado se volvió hacia una mesa lateral, ordenó unos papeles y se puso la chaqueta. Dijo:
–No pierde nada con intentar. –Y fue hacia las escaleras.
Miró su reloj. Faltaban doce minutos para las seis. Se le nubló la vista y se agarró del borde del despacho para recuperar fuerzas. “¿Se siente bien?”, oyó. Abrió los ojos. Era la muchacha. Llevaba bajo el brazo una carpeta como la suya.
–Tengo que llegar al quinto –dijo él.
– ¿Seguro que se siente bien?
–Estoy vivo, pero no me creen.
La muchacha pestañeó.
–Claro que está vivo.
–Dígaselo a esos. –Y señaló el despacho.
Como si de golpe comprendiera, ella lo miró, consultó su reloj y le dijo:
–Tengo unos minutos. Si quiere lo acompaño.
Asintió. La muchacha le ofreció el brazo. Comenzaron a subir juntos la escalera. Cuando llegaron al quinto, ya era noche cerrada. Se sintió mejor y pensó en empujar la puerta, pero la muchacha se le adelantó. La oficina estaba oscura. Habían cerrado las persianas. La única luz provenía del rellano, así que la muchacha se quedó sosteniendo la puerta, que tenía un brazo mecánico. Él se acercó al despacho y encendió la lámpara. Había una nota garabateada. Tomó el papel y, entornando los ojos, leyó en voz alta: “Favor dirigirse al séptimo piso”.
Unos pasos llegaron desde el piso superior y se alejaron escaleras abajo.
–No será el del séptimo, ¿o sí? Porque entonces…
–Así son ellos –lo cortó la muchacha–. Lo siento, pero ya tengo que irme.
–Ha sido un gusto. Es usted un ángel.
Ella lo miró con asombro, como si no estuviera acostumbrada a escuchar cosas así, y fue hacia las escaleras. Él reanudó el ascenso. “De nada me sirve renegar ahora”, se dijo. “Es el último esfuerzo.”
Al llegar al sexto, miró hacia afuera. Era como si hubieran encendido todas las luces de la ciudad. Deslumbrado, cayó en la cuenta de que pronto sería Navidad. ¿Cómo podía haberlo olvidado? Con una sonrisa agria, pensó que esa mañana, cuando esa imbécil le dijo por teléfono que estaba muerto, no se había equivocado del todo.
Miró su reloj. Faltaban cinco minutos para las seis. Un tramo más arriba, un foco desnudo iluminaba la puerta de acceso al séptimo. Subió y abrió la puerta. Estaba oscuro. “Ah no”, pensó. “Se van a enterar. Voy a escribir una carta de queja y la voy a dejar aquí mismo.” Entró con paso decidido y buscó a tientas el interruptor de la luz. La puerta se cerró a sus espaldas. Quedaba la luz que se filtraba por las rendijas, así que se adentró un poco más. Del otro lado de la puerta, se oyó un clic. Se volvió con un mal presentimiento. Ahora la oscuridad era total. Se deslizó tanteando la pared. Sintió un dolor eléctrico en el codo y soltó la carpeta. “Mierda”, dijo y su voz salió ahogada, como absorbida por la oscuridad. Se había golpeado. Se acuclilló para buscar la carpeta y palpó el suelo. No estaba ahí. Se alejó unos pasos y repitió el gesto. Nada. Dio media vuelta y, con los brazos extendidos, avanzó hacia donde recordaba que estaba la pared. Entonces sintió crecer en su cuerpo una mezcla de confusión y ansiedad. O todo se debía a su desorientación o la pared había desaparecido. “No puede ser”, se dijo, y caminó largo rato con los brazos extendidos sin encontrar más que aire. Un aire cada vez más frío.
Se oyó un portazo. “¡Eh, oiga!” quiso gritar, pero la voz se le quedó ahogada en la garganta. En algún punto lejano, surgió el haz de una linterna para luego desaparecer. Creyó oír el eco de unos pasos. Dijo: “¡Óigame!”, tragó saliva y añadió: “¡Usted!” Pero el ruido de un portón cubrió su voz. Se puso a trotar con pesadez. Entre sus jadeos, le pareció oír el breve tintineo de unas cadenas, como si asegurasen el portón desde fuera. Quiso soltar un grito, un grito animal, pero no pudo.
Sintiendo que le faltaba el aire, se detuvo. ¿Y si no lograba salir de esta? La conciencia de su vejez y un temor desconocido se le mezclaron en el estómago revuelto. Trataba de recobrar el aliento cuando le pareció oír algo. O sentir algo. Como una presencia muda a sus espaldas. Echó a andar con un escalofrío. Con los dedos extendidos tocó una pared y la tanteó hasta encontrar una apertura. Avanzó, dio un paso en el vacío y titubeó peligrosamente. Se agarró de algo. Era una barra, una barra metálica. Sin soltarla, aventuró un pie hacia abajo, después el otro. Parecía una escalera de servicio. Su mano se deslizó por la barra y creyó oír pisadas. ¿Era el eco de las suyas?, ¿o alguien lo seguía? “No hay nadie, no puede haber nadie”, se dijo. Pero, sin poder evitarlo, aceleró el paso.
Creyó ver un punto luminoso. Trastabilló y cayó. Por unos segundos, volvió a verlo en alguna zona frente a él. Se levantó adolorido y avanzó con urgencia, otra vez en la oscuridad. ¿Esa luz estaba ahí?, ¿era real? Se oyó un chapoteo muy cerca. Buscaba la luz desesperadamente. Se golpeó la rodilla, que comenzó a arderle. Aguzó el oído. Silencio. Ahora el punto había desaparecido. ¿Estaba perdiendo la cabeza? Palpó el objeto con el que había tropezado. Le pareció reconocer sus contornos. Un retrete. Buscó la tapa, la encontró, la bajó. Subió un pie y luego el otro. Y ahí estaba. El punto luminoso. Ahí estaba. Alargó la mano y tocó una superficie helada. Parecía vidrio. Tapó la luz con un dedo, rascó sus contornos y la luz se agrandó. “Vidrio ahumado”, pensó, y su corazón se puso a palpitar con fuerza. Echó el codo hacia atrás y soltó un puñetazo. Sintió el calor de la sangre en los nudillos. Con ira, con una ira dolorosa surgida del fondo de los años, golpeó de nuevo y, en ese instante, un resplandor lo cegó.
Guillermo Ruiz Plaza, Sombras de verano (Edite-moi, Albi, 2015)
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