MIGUEL SÁNCHEZ-OSTIZ -.
Hoy he visto las primeras grullas del año sobre Urt, el pueblo del Adour donde está enterrado Roland Barthes. Habíamos parado en el puerto, junto a La Galoupe, antes de ir hacia Saint-Martin-de-Seignanx en busca de un reloj de sol, que no es el «Lumine signo» de la iglesia de Urt. El día estaba radiante, como para recordar a Barthes y su «luz del sudoeste», aunque luego se ha ido velando y poniéndose pesado. Demasiado luz, sin matices. A las grullas las había oído esta mañana a lo oscuro, mientras escribía el artículo de mañana, La tenaza, sobre la que se nos viene encima con el pacto de salvación patriótica que ha perpetrado al derecha. Dicho sea de paso, qué poco importa lo que digas o dejes de decir, lo que escribas en estos rincones de la existencia, si luego quienes lo tienen en sus manos hacen confetis y matasuegras con la posibilidad de cambio. Grullas, grullas, Barthes en las barthes, con un fondo de disparos de cazadores entre los maíces, castaños, liquidámbares, casas solariegas, bosques, y el recuerdo de platos de lamprea, habanos y armañacs centenarios. Nevermore, dijo el cuervo, hablador, más que hablador. Allí estaban las grullas, en Urt, ruidosas, a lo suyo, a huir del invierno. Luego, al regreso a casa, hemos visto bandos muy nutridos sobre Ezpeleta y ahora, mientras escribo, las grullas pasan por encima de Arraioz. Me gusta oírlas, mucho, y no puedo dejar de salir a verlas y quedarme como con la boca abierta frente a la luz de la tarde. ¿Por qué? Vete a saber. Las grullas allí arriba son iguales a las de otros años y a la vez distintas, como la luz de estos días y los colores que enciende. No las veo como un recordatorio de ese enemigo que llevas encima y que a la vez es de lo poco que todavía tienes, el tiempo. No, veo su paso como una celebración de la vida, una invitación al viaje en busca de mejores climas (que aceptas si puedes) y una manifestación de algo que no engaña: el paso de las estaciones.
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