MIGUEL SÁNCHEZ-OSTIZ -.
Al
margen de cumplir con el vicio de adquirir libros, que me dijo una vez
en Bayona un tipo siniestro, en realidad hoy fui a Bayona en busca de ese reloj
de sol, en Saint-Martin-de Seignanx, junto al Adour. Me gustó su
leyenda, esa que se refiere al marcar las horas dichosas porque me
recuerda una conversación que tuve con Juan Perucho en el monasterio de
Santes Creus a propósito de leyendas de relojes de sol, debajo de la de
aquel monasterio que a Perucho le entusiasmaba: «Yo sin sol y tú sin
Dios no somos nada"», creo recordar. Los relojes de sol, ya se sabe. Hay
bastantes en el País Vasco y en el Bearn –estos de hoy están en Las
Landas, aunque sean barthes– y suelen ser recordatorios de la
brevedad de la vida, el pecado y otras amenidades, muy líricas, no lo
dudo, pero a cencerrada de tinieblas suenan. Tristezas, como las que me
acabo de encontrar entre las páginas de un ensayo de George Steiner que
he comprado esta mañana. Su anterior propietario era un cura lector de
Cioran, de Onfray, de Jung y de Nietzsche –me guío por el desbarate de
su biblioteca al que he asistido en estos años–. En casi todos sus
libros solía marcar las páginas con la mancheta del boletín diocesano de
Bayona... hoy me he encontrado una de esas manchetas con un mínimo
diario del año 1993, unos días, sin más, después de cumplir 83 años, en
las que el abbé se confiesa a sí mismo, dice que su paciencia
está hecha de mil paciencias, y el 15 de abril anota, "¡Estoy realmente
solo!", echa en falta amigos, apunta la palabra desesperanza y
desamparo, y la furia, se irrita con el suicidio de Bérégovoy (1.5.93),
víctima de acoso mediático, se dice incapaz de explicarse la muerte, no
sé si la del político, la suya o la de quién... Cencerrada, ya sé, los
relojes de sol del Adour esta mañana decían otra cosa.
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