Hace dos años, a la muerte de Gabriel García Márquez, el autor colombiano más prestigioso, más vendido y conocido en el mundo, las letras colombianas ya venían dando de qué hablar. En los últimos cinco años autores de ese país han ganado tres de los seis premios más importantes en lengua castellana: Antonio Ungar se adjudicó el Jorge Herralde en 2010, Juan Gabriel Vásquez el Alfaguara en 2011 y Pablo Montoya el Rómulo Gallegos en 2015. Todos autores nacidos entre los 60 y los 70. Son, como se dice en el medio literario, “jóvenes”, que conforman una nueva camada de escritores, a los que hay que agregar algunos aún más jóvenes, como Luis Carlos Barragán, Mabel Escobar, Andrés Felipe Solano. Paralelamente, el mercado colombiano ha generado la sensación de estar pasando un buen momento, pese a que en su informe anual la Cámara Colombiana del Libro mostró un estancamiento en las ventas en literatura (14,5 millones), ya que en las ventas totales las cifras son más auspiciosas, pasando de 18 millones de ejemplares a más de 27 millones, lo que implica un aumento del 50% en cuatro años.
El año pasado, Pablo Montoya fue publicado en Argentina. Había ganado recién el premio Rómulo Gallegos, pero ni eso fue suficiente para que su novela, La sed del ojo, tuviera alguna visibilidad. Montoya, como lo califican algunos editores de su país, es un escritor de nicho y un agudo ensayista; fue galardonado por la mezcla de poesía, novela y ensayo que hizo en Tríptico de la infamia (2014); argumenta bien, sobre todo cuando escribe de este supuesto boom. En la conferencia “La novela colombiana actual: canon, márketing y periodismo”, afirma que si se analizaran con detención las novelas del último tiempo, esas que han conjugado buenas críticas y buenas ventas, como Tres ataúdes blancos, de Antonio Ungar (1974), y El ruido de las cosas al caer, de Juan Gabriel Vásquez (1973), entre otras, nos encontraríamos “con problemas de construcción de personajes, con tramas más audiovisuales que literarias, con triviales atmósferas telenovelescas, con tratamientos narrativos frágiles, con complejidades estructurales exiguas, con adjetivaciones torpes, con el lugar común como si éste fuese realmente el héroe de sus historias narradas, con críticas sociales que se empañan con un erotismo ramplón, con influencias literarias manidas y un facilismo evidente para resolver sus intrigas”.
Las palabras de Montoya recuerdan las de Borges cuando se refería a la literatura española: concedía que había obras muy buenas pero irremediablemente recordaba una frase de Lugones: “La española es una pequeña literatura regional, como la búlgara”, y agregaba de su cosecha: “Pero engrupieron a medio mundo”. ¿Será así en este caso? Para el premio Rómulo Gallegos 2015 hay un canon planteado desde las ventas y no desde la calidad literaria, cosa que, por lo demás, ha sido una tradición en Colombia porque, a excepción de Cien años de soledad, publicada en Argentina por Sudamericana en 1967, “las buenas novelas nunca se habían vendido bien en una geografía cultural tocada por el desaire hacia la lectura”. García Márquez inició los grandes tirajes en Colombia con Crónica de una muerte anunciada (1981) que logró ventas por un millón de ejemplares en toda Latinoamérica. La presencia del autor nacido en Aracataca es fundamental no sólo en el desarrollo del mercado del libro colombiano, sino para entender el fenómeno de la crónica, fuertemente promovido en la región por la Fundación Nuevo Periodismo, fundada por él.
Uno de los exponentes más relevantes de la crónica o, como se ha llamado insufriblemente en el último tiempo, periodismo narrativo, es Alberto Salcedo Ramos, que lleva incursionando en este formato casi veinte años. Según él, Juan Gabriel Vásquez (que ganó también el International Literary Dublin Award), Pablo Montoya y Tomás González “han hecho una apuesta seria por la literatura y están consolidando una obra sólida que va más allá de las modas o las tendencias coyunturales”. Con respecto al aporte que está haciendo la crónica a este boom, no cree estar “seguro de que el desarrollo de la crónica haya enriquecido la narrativa colombiana. Supongo que otra vez necesitaremos perspectiva histórica para que el tiempo dé esa respuesta”, y es que la crónica es “un género de nicho”. En lo que no duda tanto es en el auge del mercado del libro: “En el mercado colombiano, como dice un amigo escritor, los libros se regalan bastante bien. Es curioso: las editoriales se quejan, los autores nos quejamos, pero todos seguimos haciendo libros. Quizá el asunto no es tan malo”.
Colombia es un país con casi 50 millones de habitantes, donde el crecimiento económico ha privilegiado a las clases más pudientes. De acuerdo con cifras oficiales, es el segundo país de la región con menor movilidad social. El crecimiento casi nulo de las ventas en literatura explica que en 2011 la novela más vendida haya sido una de Tomás González, con 22 mil ejemplares vendidos, y que cuatro años más tarde haya sido una de Héctor Abad Faciolince con tres mil ejemplares más. En realidad lo que ha pasado es que el mercado editorial se ha concentrado en dos grandes empresas, Planeta y Random House; hasta hace cinco años existía Editorial Norma, pero también hasta hace dos años Alfaguara era un actor independiente hasta que fue absorbido por Random House. Eso ha producido, como dice Marcel Ventura, editor de Seix Barral Colombia, que esas dos editoriales facturen casi el doble de lo que facturaban hace cinco años. Ventura señala que el crecimiento de la facturación es “producto de esa concentración editorial”.
El índice de lectura corre por un carril aparte. Según el estudio del Centro Regional Para el Fomento del Libro en América Latina y el Caribe (Cerlalc) dependiente de la Unesco, en 2012 llegaba a 2,2 libros por persona al año, uno de los más bajos del continente. “La idea es llevarlo a 3 libros por persona, en esto hay esfuerzos del Estado y de la empresa privada. Obviamente es un objetivo ambicioso, y no depende solamente de las voluntades”, dice Ventura. Otro aspecto que ha favorecido a la industria local ha sido la devaluación del peso, que ronda el 70% en este período, lo que ha clausurado “el camino al libro importado e impulsado la producción local”. Para el editor de Seix Barral, lo que sucede con las ventas es lo que pasa en cualquier país: “Venden mucho algunos autores, que son autores que llevan un rato publicando. Pablo Montoya era un autor de nicho, que abarcaba muchos géneros, ahora con el Rómulo Gallegos podrá vender más”.
Dentro de este panorama, sin embargo, hay algo que llama muchísimo la atención: la escasa participación de mujeres tanto en las listas de los más vendidos como en la simple autoría. De acuerdo con Ventura, de cada diez manuscritos que llegan a sus manos sólo uno es de una mujer, proporción que se mantiene al examinar la participación de escritoras en el mercado: “Planeta Colombia tiene una voluntad de encontrar voces femeninas, y este año vamos a publicar a cuatro autoras mujeres de un total de dieciocho”. Pero hasta el año pasado no era fácil encontrar escritoras. Fernanda Trías, escritora uruguaya que lleva viviendo unos años allá, dice que en efecto es algo de lo que se habla. Andrea López, ex directora editorial de Grupo Prisa Colombia, coincide con ese diagnóstico. Pese a ello, hay autoras conocidas, como Carolina Sanín y Melba Escobar, y otras que merced a premios y duro trabajo están dando que hablar, como Pilar Quintana y Margarita García Robayo (publicada en Argentina por Seix Barral).
Si faltan escritoras, lo que no falta es diversidad de propuestas y eclecticismo; y es precisamente esto lo que podría caracterizar a esta narrativa, es decir la mezcla o el cruce de géneros y de historias: en La sed del ojo, Pablo Montoya (1963) cruza el thriller ambientado en el París de Baudelaire con una concepción de arte y de belleza; en Las reputaciones, de Juan Gabriel Vásquez, se mezclan tres historias que giran en torno a un famoso caricaturista bogotano: la de un diputado, la de una mujer que quiere reconstruir su pasado de niña, y la del propio caricaturista; Un beso de Dick, de Fernando Molano Vargas (publicada originalmente en 1992 pero reeditada en Argentina el año pasado), es una novela de iniciación marcada por el amor homosexual y el sida, cuando el sida como temática literaria era por estos lares un tabú.
Y si de cruces y mezclas se trata, Luis Carlos Barragán (1988), autor de Vagabunda Bogotá y finalista del Rómulo Gallegos en 2013, es un excelente ejemplo. Rodrigo Bastidas, profesor de la Universidad Los Andes, en una conferencia dijo que Vagabunda... era una novela donde “el centro temático tiene que ver con una epidemia de amnesia que está afectando al planeta Tierra y que empieza a tener ciertas incidencias en la vida de un joven que está pasando por un momento difícil, ya que su novio ha conseguido una beca para irse a la estación Urano a estudiar física poscuántica”.
Barragán hoy vive en Egipto y aclara que “tomar un género como la ciencia ficción o la novela negra, o la fantasía o el terror, que no son géneros autóctonos, sino que nos llegaron desde otros países en miles de formas distintas, y traspasarlos con nuestra propia perspectiva latinoamericana, es una colisión, que si se hace bien puede producir toda una gama de nuevos colores que sobrepasan los límites de esos géneros”. Cree que en Colombia no se ha tenido miedo para tomar riesgos y experimentar. Y esa experimentación adquiere otra dimensión en su generación, marcada por lo posnacional, que va más allá de lo colombiano, argentino o chileno: “Las barreras que nos dividen de una nación a otra son ridículas, cualquier cosa que intente separarnos enfáticamente por razas o religiones no tiene sentido”. Eso se verifica con los millones de jóvenes que consumen internet, televisión, música, donde sin diferencia de nacionalidad terminan siendo fans de las mismas bandas de rock o de las mismas series de TV. Lo pop en sus múltiples variantes. “Mi generación”, concluye, “es un planeta nuevo, y la generación que sigue tiene aún más cosas en común”.
Pese a que los separan veinticinco años, Montoya coincide con la visión de Barragán y afirma que “a veces imagino la literatura colombiana actual como un delta lleno de ramificaciones. Una de éstas es la narrativa y ella misma, a su vez, se divide en varios brazos. Vivimos un tiempo en que los escritores experimentan, sin ningún temor, con los géneros”. Sin duda, más allá de que haya o no haya boom, lo cierto es que la producción colombiana de estos últimos años es, a lo menos, para estar atentos, es un nuevo planeta en un firmamento que hay que leer, ya sea para desilusionarnos o entusiasmarnos.
El erotismo
Dos de estos autores fueron publicados en 2015 por editoriales independientes argentinas, de ahí que unos fragmentos sirvan para dar una mínima idea sobre otro aspecto: el erotismo presente en esta nueva producción.
La sed del ojo, de Pablo Montoya:
“Luego lo hice con mis dedos. Pero no los introduje. Y esto lo hacía sin dejar de mirar los ojos de Juliette. El olor a magnolia del jabón llenaba el espacio. Me incliné sobre la jofaina. Formé un cuenco con mis manos. El agua estaba tibia. La regué sobre su sexo. Lo cubrí de espuma. Juliette acabó de depilarse. Y vi la fisura en toda su extensión”.
Un beso de Dick, de Fernando Molano Vargas:
“‘Aquí tenemos’, como dice el profesor de geografía, a John Jairo Galán: uno de los culos más importantes del colegio; una de las más bellas expresiones del género, como diría la de literatura; pero nunca tan delicioso como Leonardo, digo yo mirándolo. Me tomo otro sorbo de gaseosa y pienso, porque no me dejan ver, que si ahora se me apareciera enfrente el Espíritu Santo le diría que se corriera un poco para poder ver a Leonardo”.
Publicado en la Revista Perfil, sección Cultura.
31/01/2016
Publicado en la Revista Perfil, sección Cultura.
31/01/2016
1 Comentarios
Muy bueno, pero cual es el objetivo de esta pieza literaria en si misma..., cual es su cierre....?
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