Los quilpues y el intercambio de almas

CLAUDIO RODRÍGUEZ MORALES -. 

Leo sobre los curiosos quilpués, pueblo precolombino que habitó la zona del Aconcagua hacia el interior. No existe referencia alguna de que hayan alcanzado en algún momento la costa, a pesar que sus emplazamientos se extendieron a sólo un par de kilómetros de las actuales playas que bordean la avenida Perú de Viña del Mar. Al parecer, sólo les bastaron las aguas del estero Marga Marga -por entonces mucho más caudalosas y transparentes que en la actualidad- para refrescarse durante los veranos con paseos en balsas de madera, sin ceder jamás a competición alguna, concepto alejado de su cultura relajada, amigable, siempre temerosa de la línea del horizonte. Otras de sus actividades predilectas consistía en regar sus desordenados cultivos de hortalizas (más de algún ufólogo los ha considerado mensajes cifrados y campos de aterrizaje para naves extraterrestres) y el intercambio de sus pepitas de oro por aquello que necesitasen o creyesen necesitar (la anécdota sobre joyas y los trocitos de vidrios yendo de un lado a otro forman parte del legado del humor porteño y superarían en extensión estas escuetas líneas). 

Y pensar que durante mis primeros años recorrí ese mismo sendero –los faldeos del Jardín Botánico, la subida a El Olivar, las poblaciones Canal Beagle y Villa Dulce- en busca de una quinceañera con tendencia a crearme ilusiones, sin siquiera imaginar el tesoro antropológico que se extendía bajo mis zapatillas. 
   
Como no eran buenos para la guerra, la política ni lo negocios, los quilpués no tenían una civilización muy avanzada y su principal manifestación religiosa consistía en oler ramitas de cáñamo quemadas durante incendios provocados por sus propia negligencia. Como era de esperarse, los conquistadores españoles no tardaron en arrasar con los diferentes clanes, sin recibir resistencia alguna de parte de ellos. Sin embargo, el historiador viñamarino Luis Humberto Núñez Provoste, tal vez el único que ha investigado sobre el tema, en su libro “Los adormilados del Aconcagua” (editorial Corcolén, 1993, 187 páginas), destaca aquello que distinguió a los quilpués del resto de los pueblos originarios del continente. Su tosca filosofía establecía que el principal problema del ser humano (no hacían referencia al hombre sino al ser humano, lo que los ubicaba en la vanguardia de la igualdad de género y de la lucha feminista) era la consciencia de existir. Para los quilpués, el hecho de estar parado sobre tierra firme (o flotando en el agua del Marga Marga) y a la vez reflexionar sobre aquello, era un esfuerzo demasiado grande, inútil y principal responsable del surgimiento del ego (no le llamaban así exactamente, sino algo parecido a “sentirse incómodo con y dentro de uno mismo”), lo que habría derivado en la sobrevaloración de la existencia material por parte de los habitantes del planeta (sí, lee bien, estos indígenas "voladitos" tenían clara consciencia de formar parte de un todo que los superaba). Los quilpués lograron dejar atrás esta debilidad propia de la condición humana con un ejercicio conocido como “intercambio de almas”. Tras la correspondiente reunión amenizada con dosis de cáñamo, dos personas de cualquier sexo, edad y familia se ponían de acuerdo para hacerse cargo, por separado, de la existencia del otro y así librarse por un rato de sí mismos. Sentimientos, necesidades, percepciones, cambios, malestares y deudas eran trasladados, cual mudanza de fin de semana, de una persona a otra, sin necesidad de zalagarda, carnaval ni orgía de ningún tipo, sino sólo la mutua simpatía y el respeto a que una de las partes quisiera recuperar su antigua pertenencia de la noche a la mañana. Es esto lo que se desprende al menos de la lectura de la obra de Núñez Provoste, claro que con un vocabulario mucho más pomposo que el mío y que forma parte de ese estilo de escritura al que nos tiene acostumbrados. Si le hubiese comentado este hecho a la quinceañera en cuestión, hace ya un par de lustros, tal vez hubiese accedido -sino al intercambio de almas- al menos al intercambio de fluidos y yo tendría una historia amorosa que contar, en vez de una seudo clase de antropología con escaso aporte cultural.

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