MIGUEL SÁNCHEZ-OSTIZ
Lo descubrí hace ya un tiempo y cada vez que paso en sus cercanías me
detengo un rato. Árbol y piedra están en una pendiente muy pronunciada.
Hoy he bajado para verlos de cerca. La piedra, casi un poliedro
perfecto, debió deslizarse hasta allí, pero no sé desde dónde. Tropezó
con el roble cuando este era más joven y ahí se detuvo. El árbol aguantó
la embestida y ahora va creciendo abrazando, año tras año, a la piedra,
condenados a entenderse o a vivir a pesar de (el árbol), o vete a
saber. Esta mañana, que he ido a visitarles, me he acordado de algunas
esculturas de Remigio Mendiburu, es decir, de gente de otro mundo, en
las que el escultor unía con fortuna piedra y madera. Una persona
categoría Remigio, a la que recuerdo con cariño y emoción, que me acogió
generoso cuando lo que yo escribía con 20 años no valía gran cosa, la
mano amiga, la sonrisa, la curiosidad… Siempre daba, contagiaba
entusiasmo, ganas de hacer, de vivir con intensidad las cosas, sin
aspavientos –
espantus dirían aquí–, hasta en eso resultaba
ejemplar. Ir viendo, las cosas, en lo que son, y asomarse, si se dejan, a
lo que está detrás de ellas.
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