ROBERTO BURGOS CANTOR -.
Después de guerras donde ninguno de los bandos vencía y todos deformaban los restos de una humanidad que no terminábamos de alcanzar, ¿qué podía quedar?
Ante semejante derrota del ser humano y la endeble sociedad que sin terminar de tejer sus reglas de convivencia, se deshacía en el oprobio, parecía de lógica explorar posibilidades de paz.
Nada parecía suficiente para desprendernos del lastre de indolencia que carcomía los pilares de una comunidad posible. Ni educación. Ni ley. Ni política. Ni justicia. Ni religión.
Se inició, entonces, un camino que planteó la necesidad de la paz como política pública. Fue este el desmesurado reto del gobierno de Belisario Betancur. Cuando la historia castiga sin clemencia, a nadie le interesa conocer y estudiar los procesos. Nos contentamos con frases de fácil repetición. Hacen falta las memorias de ese episodio, escritas por quien lideró ese esfuerzo. En la humareda del fracaso quedan temas por examinar: la idea de vincular a la búsqueda de paz a la sociedad que empezaba a surgir y aún no se reconocía como sociedad civil. La ausencia de los militares, entendible desde la perspectiva constitucional colombiana. Y un aspecto que fue mostrándose después: los levantados en armas consideran de mayor legitimidad para los diálogos a los pertenecientes al partido conservador y a los dirigente de clase social rica o como dicen oligárquica.
El gobierno que siguió, de talante liberal, recibió una población donde los humildes y olvidados de Dios, empezaron a descubrir la fuerza de las movilizaciones cívicas. Marchaban descalzos desde los campos sin cultivos, sin ayudas técnicas, sin vías de comunicación y atravesaban las urbes medianas, intermedias que resultaron del abandono a la agricultura.
El diagnóstico de esas marchas siempre fue el mismo: sublevaciones organizadas por los alzados en armas.
La respuesta, debía ser militar. La Corte Suprema dejó al gobierno sin posibilidades de solucionar cuando sentenció que los problemas estructurales de nuestra sociedad no podían ser atendidos con las normas constitucionales de emergencia.
Y la mala suerte como destino: el Presidente enfermó. Mario Latorre Rueda murió. Y la demencia de los señores de la droga decidió intervenir en política. De un problema de policía pasó al estatus de un factor determinante. Anunciado desde el gobierno anterior.
Las muertes decidieron al Presidente siguiente. El síndrome de la vida nacional apareció: imitar a la justicia norteamericana con sus rebajas de pena, sus premios a las delaciones. Medidas que surgieron de una justicia fuerte. En Colombia era un recurso de agonía, de debilidad. Y mal que bien, entre tragedia y comedia, sobrevivimos.
Estos recuerdos incompletos para preguntar si acaso no es ahora el instante de la paz. Apoyar lo logrado y fuera rebuznos y coces.
Imagen: Belisario Betancur, ex-presidente de Colombia.
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