MIGUEL SÁNCHEZ-OSTIZ -.
Bien, Las pirañas a las puertas de volver a ser publicada. Fue hace casi 25 años cuando se publicó por primera vez, en diciembre de 1992. Casi todo lo bueno y lo malo que me ha ocurrido como escritor desde entonces ha sido, de una manera o de otra, gracias a esas páginas o por su causa. La novela sentó mal, tanto en la ciudad en la que nací como fuera de ella, dando lugar a un apretado anecdotario. Yo no escribí una novela sobre nadie en particular, sino acerca de la influencia que tenía en una persona, el protagonista de la novela, llamado Nuestro Hombre, un medio social pacato, cerril, represivo, cruel, violento en el que había vivido y en el que se tenía en menos que nada la independencia personal y la libertad de conciencia y acción, y acerca de un momento muy peculiar de arrebuche generalizado, el de los felices ochenta, los eitis de la movida y sus rebabas suburbiales, del que disfrutó una generación de bandarras que se sacudían el pelo de la dehesa de manera tan ruidosa como grosera y que, como me dijo uno de ellos, «se ponían las botas de champán Beluga», tal cual. Había pasta en el aire y no hacía falta más que extender la mano para cogerla y a ello se aplicaron con pasión y ventaja, corruptos hasta las cachas o abogados y asesores de estos, hampones de banca y caja de ahorros, y guapetones del Partido Socialista, los urralburidos del GAL y el saqueo de lo público. Me quedé corto. La cosa fue a peor, como vi en Madrid ocho años después, ha ido a peor. Podría decir, con Goya, «de aquellos polbos», pero eso se dice solo.
Si de algo trata de verdad la novela es de un caso de castración y de ruina personal, de un personaje autodestructivo y de pocas dotes para moverse en lo que es una mezcla de pozo negro y de pileta de murenas, y del descenso (modesto) a sus infiernos personales: el verdadero ajuste de cuentas es con sus demonios. Quien de verdad se pone en la picota es él. De haber escogido yo el cuadro de Goya, Los brujos, para la cubierta, habría puesto sin duda la parte inferior del mismo. Fue cosa de Pere Gimferrer. Y si hubiese sabido entonces la historia privada de ese cuadro, tal vez no lo hubiese utilizado.
Las pirañas pudo haberse publicado en Plaza Janés, con un jugoso contrato que me hubiese facilitado de verdad la vida, como bien sabe Enrique Murillo, pero acabó editándose en Seix Barral, porque tanto Mario Lacruz como Gimferrer me transmitieron la amenaza empresarial de demandarnos si firmaba el contrato con Plaza Janés, basándose en un precontrato leonino y a pedo burra, que había firmado con ellos en el año 1986, cuando Gimferrer leyó unas pocas páginas de borrador, que no están en la novela, de lo que luego fue el libro que ahora se vuelve a publicar. El nuevo contrato, pero también a pedo burra, fue firmado por mediación de la agente Mercedes Casanova que me dejó tirado un año después. No he tenido suerte con las agentes literarias, ninguna.
Ahora que me acuerdo, las primeras páginas de Las pirañas se publicaron en 1986 en la revista Pamiela con el título “Viaje al país de las pirañas”, y con un seudónimo que ahora mismo no recuerdo, una de las raras veces que lo he hecho.
Pere Gimferrer tuvo auténtico entusiasmo por el libro y puso mucho empeño en que escribiera esta novela y no otras (en aquel momento), porque se dió cuenta de que yo demoraba el reto que suponía su escritura. Suyo es el texto de la contracubierta de la primera edición; texto que no creo volviera a escribir ahora. Alguien nos malmetió hace unos años y la relación se hizo humo. Una pena. En su opinión, acertada, las novelas que había publicado antes de Las pirañas, eran una especie de biombo o antifaz elegante tras el que me ocultaba, empezando por El pasaje de la luna, novela que él presentó al Premio Nacional de Literatura de 1984. Lo cierto es que la escritura de Las pirañas me permitió escribir de otra manera, con un lenguaje y un léxico de verdad propios, y que con ella rompí timideces y reparos, y si he escrito lo que he escrito ha sido gracias a haber podido escribir este libro en concreto, con su precisa prosa. O escribiendo te la juegas o mejor dedícate a otra cosa. Ahora sé que cuando me he apartado de la brecha que con ella abrí, ha sido un error.
Yo, que escribí la novela, sé de qué trata y de qué no. Nunca traté de escribir una novela sobre una ciudad concreta, eso no se sostiene con el libro en la mano y página a página. Eso es de paletos, muchos de ellos vinosos y malintencionados que se buscaron en sus páginas y cuando no se hallaron, fueron con el cuento a otros para armar camorra. No se trataba de leer la novela –de lectura muy exigente por otra parte–, sino de a ver «quién salía» o quiénes imaginaban que salían, lo que acabó produciendo situaciones enojosas por cuenta de libreros, macarras, camellos, puteros y aristócratas borrachuzos… uno de ellos, cuando se ponía muy bravo, le juraba al novelista Pablo Antoñana que antes de morir me iba matar con una pistolita. Y Antoñana lo reducía con atinadas reflexiones y le acompañaba a su casa para dejarlo en manos de los bolivianos de servicio. De modo que el libro fue un magnífico pretexto para encender mentideros escachafamas, andadas morrocotudas y cuchipandas diversas en las que además de los platos de racial tradición, me merendaron al chilindrón. Aquello acabó de mala manera.
La novela hizo ruido y también alborotó el gallinero literario a pesar de que solo hubo una edición. La prueba, la copiosa colección de recortes de prensa que conservo. Tuvo críticas muy elogiosas y otras cargadas de bilis o demostraciones palmarias de que no se había leído. De los profesores lameculos que se me acercaron, mejor no hablar. Debí sospechar que sus adulaciones acabarían en el silencio, como así ha sido. Estoy seguro de que no volverán a escribir los elogios de entonces, y no están solos.
Las pirañas estuvo de finalista de los premios nacionales de Literatura y de la Crítica de 1993. Javier Marías la daba como ganadora y Juan Palomo, desde su columna del ABC, rompió a su favor lanzas que no volvería a romper nunca más… sic transit gloria mundi.
También la pusieron de finalista del premio de las lectoras de la revista Elle, gracias al ruido mediático que había hecho, aunque, en un almuerzo de lujo que me dieron, ya me dijeron que no podían darle el premio a la novela porque sería un escándalo, que lo comprendiera. Lo comprendí porque, en efecto, aquello era un despropósito mayúsculo, pero le dije un par de cosas al difunto García-Posada que había colaborado en aquel enjuague, cavando con ello un poco más profunda la tumba donde yace mi amigo, con la inestimable ayuda de otro amigo que le tomó el pelo al crítico de mala manera, pero con mucho ingenio, demostrando con ello la filfa de esta feria y antes de proclamar a voz en cuello que el fuagrás de los canapés estaba oxidado. También le hice una broma a Vila-Matas, tipo simpático y escritor valioso, porque me preguntó a ver si sabía dónde se podía conseguir opio en Pamplona y no sé si le sentó muy bien que le dijera que debía conformarse con el pacharán. Fue sin mala intención. Noche de fiesta aquella, embarullada, muy de Las pirañas.
Las pirañas tuvo una edición de Círculo de Lectores, que fue la última, gracias al veto de sus asesores a las 14 novelas que le han seguido. Le puse un prólogo que ahora me doy cuenta no he releído, tal vez para por si acaso.
Durante estos años nadie ha tenido o mostrado interés alguno en volver a publicarla, por muy mítica y legendaria y del culto ese famoso que fuera o sea. La primera edición está destruida desde hace tiempo, de modo que cuando recibí la oferta de Limbo Errante y me di cuenta de que tanto sus editores como la gente que con ellos está creían en los valores estrictamente literarios del libro, acepté la oferta sin dudarlo.
Corregir Las pirañas para su publicación no ha sido tarea grata. No solo porque me ha obligado asomarme a los años de su escritura –entre 1985 y 1992– y a hacer por fuerza un balance de mi vida entre líneas durante estos 25 años, sino porque he tenido que admitir que no podría escribirla de nuevo, por falta de fuerzas y de ganas. El texto no es fácil (para mí tampoco) y presentaba dificultades y errores de puntuación que hacían la lectura más difícil todavía, por no hablar de los asuntos de los que trata, poco gratos y muy irritantes para mí. Ni me reconozco en el protagonista de la novela –digo porque me conviene, claro– ni en quien la escribió.
Publicarla ahora no significa para mí hacer tabula rasa con nada, como pudo haber sido hace 25 años, sino hacer astillas la dichosa mesa. Ya no hay juego.
*Publicado originalmente en el blog del autor Vivir de buena gana (13/01/2017)
0 Comentarios