Homero Carvalho Oliva
Esta historia es increíble
y por lo mismo real. Nací desahuciado, un 24 de agosto de 1957, a eso de las
nueve de la mañana, en la casa de mi madre. Muchos pensaron que mi progenitora,
Janola Oliva Mercado, iba a morir porque ya habían pasado más de cinco días de
la fecha de parto y yo me resistía a salir al mundo. La partera que la asistía
no sabía qué hacer y algunos familiares y amigos ya “cafeteaban”, cual presagio
de un fatal desenlace. Mi padre, Antonio Carvalho Urey, no estaba presente
porque venía de Cochabamba en un avión que había contratado expresamente para
traer el cuerpo inerte de su madre, mi abuela Raquel. Cuando al fin me animé a
ver la luz del sol, el desasosiego y la angustia aprisionaron la mirada de mi
madre, al ver que su hijo había nacido con el pie derecho como un puño. La
pesadilla de toda madre se había hecho realidad y la mañana se hundió en la más
oscura noche. Pasaron los días, el mal fue tomando mi pierna y, en el pequeño
pueblo, en esos años, no existía un médico para curar dicha enfermedad que
amenazaba con matarme. Hasta ese entonces nadie con esas características había
sobrevivido en el pueblo.
La partera, intentando
ayudar, trajo a una chamana movima y esta le aconsejó a mi madre que yo tenía
que nacer de nuevo. “¿Nacer de nuevo? ¡Eso es imposible!”, exclamó mi madre. La
sabia anciana le dijo que no lo era, que se podía y que tenía que meterme en el
vientre de una de las vacas que, a diario, sacrificaban en el matadero municipal.
“Los animales son seres como nosotros, porque en este mundo y en el otro todos
somos uno y uno de ellos nos prestará su cuerpo para que el niño vuelva a nacer
y le dará la fuerza para sanar sus huesitos enfermos”, afirmó la anciana. Desesperados,
más no abatidos, mi madre y mi padre, aceptaron la extraña (por no decir asombrosa)
propuesta.
Me metieron en el vientre
aún caliente de un pobre animal, me dejaron allí por unos instantes y luego,
lenta y cariñosamente, me fueron sacando, como si estuviera naciendo de nuevo.
Cuentan, los que estuvieron allí, que la vieja hechicera me tomó entre sus
fuertes brazos y, mientras decía unas oraciones en lengua movima, fue abriendo
mi pie, cuyas articulaciones, que estaban rígidas, se habían ablandado por el
calor del vientre vacuno; luego entablilló mi pie derecho y lo envolvió en un
cuero fresco de un sapo gigante, que traía en su bolso milagroso; al secarse el
cuero hizo las veces de un yeso natural. En unas semanas, mi pie, mi pierna y
yo mejoramos notablemente.
Años después, cuando mi
madre me llevó a la ciudad de Trinidad, para ver a un médico especialista, supo
que se trataba de un caso extremo de poliomielitis acaecido en el vientre
mismo; para entonces ya la enfermedad había sido espantada; sin embargo, volví
a usar yeso, esta vez el genuino, solamente para asegurar que mi pie no me
jugara una mal paso. Hoy, tengo un leve defecto en esa pierna y solamente me
duele cuando hace frío, quizá para recordarme que algo sobrenatural me salvó de
la muerte. A veces, tengo sueños en los que creo escuchar la voz de la anciana
indígena lanzando oraciones al viento, para que los árboles y el cielo escuchen
su ruego; las palabras me suenan familiares y, sin embargo, no puedo
recordarlas cuando despierto, es como si saliera al día desde su corazón y
solamente escuchara el latido de su piel acariciando mis ojos. La veo en mis
huesos, ella está allí, en la profunda melancolía de mi dolor primigenio. Esas
palabras son un mantra cuando las necesito y acuden a mí en el sueño
nocturno.
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