Pablo Cingolani
Dicta la señora Wikipedia que “una serendipia es un descubrimiento o un hallazgo afortunado e inesperado que se produce cuando se está buscando otra cosa distinta. También puede referirse a la habilidad de un sujeto para reconocer que ha hecho un descubrimiento importante aunque no tenga relación con lo que busca”. Me encantó la serendipia de hallar esta palabra. Mas cuando la doña enciclopedia virtual me informa que el origen del vocablo nos remite a Ceylán, bendita isla, allí donde los ogros –según la traducción del divino cónsul de 1001 Nights- mueren todos juntos porque alguien, supongo un nativo, supongo un ceilanés, corta un limón. Esto lo cuentan Borges y Bioy en otra serendipia: su maravilloso libro de relatos breves.
El afortunado hallazgo de la palabra serendipia (esto es otra redundancia) se lo debo a Carolina, transmisora por una cadena de amistades, de mi descubrimiento del término. Y si vamos a identificar su origen para mí no es la ínsula índica sino la villa de Olot, en la Cataluña volcánica. Otra serendipia: ese tal Olot, al cual algún día acudiré, peregrina y militantemente, está poblado de volcanes. Es una comarca como Los Lípez bolivianos. Hay cráteres por todos lados. Como hay serendipias a troche y moche (The Beatles, The White Album), gracias a Dios y a los Apus.
En mi presente, signado por una sucesión de hallazgos inesperados, siento como una bendición del idioma y su vocabulario, haber encontrado esta palabra. Viviendo un tiempo de serendipias vibrantes y halagadoras, supongo que es lógico y mágico que se aparezca en el horizonte de mi relación con el mundo la luz amparadora de este término. No hay serendipia que por bien no venga.
Serendipia querida: debo decirte que me sonaste tan musical que no podré jamás olvidarte. Suenas a cascabeles –cascabeles de gatitos o rubíes. Te asocié con serpientes, con amarus: algo que se arrastra pero tiene fuerza, poder, magnetismo (y temor pero sólo a los que no aman la vida). Víboras y vendimias. Te probé y te sentí como uva o calamar (serpientes del mar), algo morado, algo que brinda un fruto, inspira rebeliones y poemas, lates mi serendipia querida.
Pensar que viví 53 años sin conocerte no me abruma frente al hallazgo imprevisible de conocerte –este texto, creo, se va tratando de tautologías, se va tratando de escribirse aferrando al que lo escribe a un mojón, a una apacheta, a un faro. Se va tratando de decir que la vida intensa, te alegra intensamente pero también te golpea con la misma fuerza y uno, a veces, no sabe qué hacer y bueno, vale -parias del mundo uníos-, allí vienen las serendipias, gloriosas y queridas serendipias, a salvarte.
Yo serendipio esta noche negra y sin estrellas (King Crimson) y también bebo Jack Daniels, otra serendipia, esta botella, ya que no veíamos una rupia de lejos hace meses y un amigo –serendipia o milagro, da igual- nos tiró unos mangos. Entonces, sucede, que frente al capitalismo chupa sangre y devorador de ilusiones, serendipias mediante, te volvés a sentar frente a la maquinita y vas tecleando estas palabras, pensando en Ceylán y en Olot pero sobre todo sintiendo a Los Lípez.
Tengo un amigo, muy serendipioso él. Se llama Alfonso Barrero. Es un tipo inspirador, como pocos. Está loco, igual que yo. Cuando nos conocimos, hace ya tanto tiempo, tantas eras geológicas, vital, demencial, poderosamente creativo, me mostró unas fotos, auténticas serendipias. Miles de llamas bajando cargas de azufre desde los volcanes de Los Lípez, el desierto más alto del mundo. Hasta hoy, no puedo olvidarme de esas imágenes. Tesón y arte puros. Aquello que por tan bello te secuestra del mundo y, a la vez, te lo restituye: un mundo de hallazgos, un mundo de serendipias.
Dije que pienso en Los Lípez porque Alfonsito, hacia allá vamos, vamos a volver a los desiertos: tal vez esto que escribo es sólo para vos, es para decirte que estoy trabajando en ello: nuestra vuelta, serendipiosa y feliz, a los desiertos. Esos eriales que, con vos, me penetraron tanto en el alma que no dejaron de habitarme, como vos, vos que forjaste esa leyenda, hoy olvidada: la presencia, eterna, de Jaime Sáenz en la cumbre del volcán de los volcanes: el Licancabur.
Volveremos a los desiertos, mi amigo, mi hermano, mi compañero de rutas: volveremos a serendipiar. Serendipias o muerte. Los Lípez o muerte, los desiertos o muerte, Bolivia a 5200 metros de altura o muerte. ! Venceremos! Vamos a llegar, otra vez, al cielo. Al cielo, vía Susan.
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