Miguel Sánchez-Ostiz
El caserío enladrillado de La Paz, hacia Tembladerani y La Cela, de El Alto. De un color un otro lo he ido viendo cada mañana desde la ventana de mi alojamiento, en las últimas semanas, un mes ya en esta ciudad, lleno de citas, conversaciones, idas, venidas... En cualquier momento voy a escuchar la campana del regreso. Mientras, preparo una charla que debo dar mañana en el Círculo de la Unión sobre cuatro visiones de Bolivia de otros tantos escritores españoles singulares, cada cual a su modo: Ciro Bayo, Eugenio Noel, Agustín de Foxá y Giménez Caballero. Me asombran los cuatro artículos que escribió Foxá porque equivalen a cuatro tomos, por su intensidad y sensibilidad: atrapó Bolivia con su prosa y percepción de las cosas. Habló del suicido por tristeza que acompaña al sonido libre de la quena y del verbo tristear, yo tristeo, tú tristeas, y de la coca y del olvido, o de algo más hondo, del secreto del pasado y sus grandezas precolombinas en el silencio indígena. Me asombran los delirios alucinados y apretados de erudiciones cruzadas de Gecé que veía su España hasta donde no estaba, maravillado, deslumbrado por el paisaje y el poso de la historia... y pienso que, en comparación, nuestras crónicas son bien pobres, demasiado kodaks, y que ignoramos esa fantasía con la que penetrar en las cosas y en las vidas que nos son ajenas.
En unos días dejaré de ver ese paisaje urbano de entrañas insospechadas y volveré al mío propio, hecho de bosques y de libros, y empezaré sin duda a echarlo en falta y a recomponerlo para contármelo de la mejor manera posible.
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Publicado originalmente en en el blog del autor, Vivir de buena gana (1/9/2017)
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