Roberto Burgos Cantor
En esos amaneceres la colina de La Popa se desprendía de los jirones grises, húmedos, de las nieblas de mar que se fundían con el primer sol, todavía escondido.
En los recodos había fogones con las brasas del carbón. Encima las ollas de cuartel del peto, la mazamorra de leche aguada, maíz, a veces endulzada con panela, que los peregrinos bebían para calentarse.
En unas improvisadas pesebreras pastaban las bestias de alquiler para subir.
A las diez de la mañana se abrían las mesas de juegos de azar esquivo, con dados y bolitas. Venían recorriendo cuántas fiestas se celebraban en el mundo con sus mismos cantos de fortuna.
Muchos devotos caminaban la carretera estrecha rezando. Hasta la cuarta o quinta curva debían concentrarse en las oraciones porque subían las voces de desgarros, curadas con ron en ayunas, de los decimeros que concursaban con sus versos de imaginación cerrera.
Entonces se llegaba a la cúspide con antena de comunicaciones, los aljibes secos, y el ventorrillo de estampas benditas y oraciones.
Los devotos se apresuraban al pequeño templo, a los rincones del convento, y quienes sabíamos que era parte de un adiós íntimo, a lo mejor imposible, corríamos al borde del muro de piedra y oteábamos con ansiedad el mar, las embarcaciones casi detenidas sobre el filo del horizonte, las radas, algún islote.
Después el avión con el estrépito de sus cuatro motores de hélices y esa obturación de la nostalgia que se vuelve sollozo atenazando la respiración.
¿Cuánto quedaba? Dos edades con sus testigos, con sueños que sobrevivían y el largo desprenderse.
Los primeros años, las vacaciones permitían recoger los pasos, buscar amigos que ya no estaban, conocer otros que recibíamos con alegría y ayudaban a la ilusión de que el patio, el país natal, no desaparecería nunca. Nos aferrábamos con obstinada terquedad al tiempo que fue nuestro y lo que sucedía sin nosotros era negado.
Adiós primero, expulsión después, recibíamos el cambio inexorable. No había regreso A lo mejor era posible quedarse allí, pero Oskar, el niño de la novela de Grass, El tambor de hojalata, no contó su secreto.
Uno nombra a los amigos del colegio. Reconoce que allí están y que esa historia pertenece. Tiene sus episodios. Pero a fuerza de tiempo, cambiamos y el curso del presente si no se siguió es inabarcable.
Entonces.
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