Pablo Cingolani
El día aquí es…
El día aquí es esta montaña que miro por mi ventana y anda por todas partes, llenando el aire de alegrías y de presagios, de músicas que labran a las piedras y de piedras que labran su propia música y sus brillos y su estarse siempre así, simplemente, en esta montaña el día que aquí es y mañana también y sus noches y la eternidad entera y así hasta que culmine y todo se devele estrellas y así hasta que el día, uno nuevo, uno diáfano, que así sea y aquí sea, vuelva, otra vez, a empezar.
La leve vida del camino
No hay ciudades que querer o que demoler. Un solo amor es el que me arrastra: la arena. Una sola voz es la que escucho: el viento. La única luz que me guía es la del faro peregrino de San Blas. A veces me lleva hacia el mar profundo, otras veces se refleja en ese otro mar: el de los médanos, pero así me pierda, siempre me inspira, dice para sí un caracol y sigue tenaz su huella.
Intención y memoria
La historia del faro de San Blas es inmensa: cabe en un blues. Asistió, inmóvil pero sufriente, a cuarenta y cuatro naufragios. Uno de ellos, desparramó oro en la costa, en las inmediaciones de la playa. Está ahí, sumergido, el puto oro. Supo ser un rescate corsario después de la batalla de Ituzaingó. Los imperiales creyeron que Brasil sucumbiría. Huyeron. La sudestada hizo el resto. Los pescadores de corvina lo saben y saben también ser buzos: cada vez que quieren danzar, danzar más allá de la fiesta, van. Van, se sumergen, y lo buscan.
El blues del faro
Yo, el insomne. Yo, el que jamás se apaga. Yo, el que pude salvar a aquella dama. Escribía poemas. Se los leía al mar. Hablaban sobre sus olas, y sobre el viento y los albatros que lo vuelan y lo cortejan y sobre la sal del océano y el corazón del mar hecho de sal y delirios, de algas y de ballenas que escriben sus propios poemas. Resbaló. Cayó. La oscuridad más insondable la devoró. A mi frente. Yo, el insomne. Yo, la luz que no se cesa nunca. Yo no pude evitar que se apague, que se vaya, que se muera. Yo, el faro. Yo. Yo me quise morir con ella.
El destino
El día aquí es esta montaña que miro por mi ventana y anda por todas partes, pero ahora es de noche el día y la sigo escribiendo –aunque no la vea, porque es noche negra y profunda, sin luna y sin aliento tras la deriva y las saudades por todas las playas, por todos los caracoles y por todos los faros que me trajeron hasta aquí, que se volvieron riscos, cordilleras, nieve. Mutaron las costas. Labraron el mismo mensaje pero diferente. Lleno de abismos pero iguales en inspiración, redención, gracia. La misma luz de todos los muelles. Donde se amarra la vida. Donde el destino, si uno sabe vivirlo, también se amarra.
Pablo Cingolani
Río Abajo, 12 de marzo de 2018
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