Pablo Cingolani
Nada viene de la nada. Siempre hay un origen, un principio. Eso obsesiona (o no). A nosotros, los urbanos, sí: el big-bang, Freud, la geología, la geometría o la ayahuasca.
Yo sé de donde viene mi amor por las piedras, un amor matricial. Diré mejor: yo sé de donde viene mi reconocimiento del amor que le tenía a las piedras. Porque yo a las piedras las amaba desde que era chiquito y, como diría la Biblia, pensaba como chiquito.
Fue un día que leí algo de ese argelino, ese existencialista (así se llamaba a ciertos hombres que escribían y reflexionaban sobre la condición humana), ese llamado Camus. Decía, algo así, Camus: hay que recuperar la paz de las piedras.
Yo ya no era niño, ya andaba en guerras, muchas guerras, pero así nada venga de la nada, no me pregunten por qué esa sentencia la recordé siempre.
Tal vez porque tras toda guerra, debe alumbrar la paz.
Tal vez porque la paz debe tener alguna consistencia, algo que cierre las heridas que provocó la guerra.
Tal vez, quién sabe, porque el motivo de mi amor por las piedras sea algo más simple, algo más sencillo, algo más profundo, algo, como diría Federico, que simplemente esté más allá del bien (la paz) y del mal (la guerra)
Finalmente, ¿de qué se trata todo?
De un comienzo, si. Pero también de un horizonte.
Recuperar la paz de las piedras huele a eso. Tras la pulsión animal y la vivencia vegetal, aceptar esa atracción mineral nos conduce, sin tregua, hacia un destino, una alborada, un muelle.
Nada viene de la nada. Todo tiene un principio. Y también, como cantaba Soulé en Presente, todo tiene un final. El secreto –el secreto de la paz de las piedras- es saber elegirlo. Tu deber de vida es que nadie te desdiga, es que ninguno te lo elija, es que verdaderamente recuperes esa paz.
Pablo Cingolani
Río Abajo, 6 de mayo de 2018
Imagen: Emil Nolde
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