Pablo Cingolani
Recuerdo como un murmullo inquietante una canción que cantaba Edie Brickell con los Nuevos Bohemios. Se titulaba Círculo y lo que decía la letra era espantoso: era una defensa a ultranza de la soledad, del estar solo. La voz de Edie era maravillosa, era agua del arroyo, la banda sonaba ajustada, sofisticada, cargada de una levedad imparable, todo estaba bien, salvo el puñal que debías clavarte en el corazón. Es mejor estar solo para que nadie te haga daño, susurraba Edie –dice mi recuerdo de la canción.
Para esa misma época, los noventa, R.E.M. en la voz desgarrada y desconsolada de Stipe lanzaba al mundo un S.O.S.: Everybody Hurts, todo lastima, todo hiere, algo así según mi traducción. Leí por ahí que el tema había sido elegido como el más triste de toda la historia del rock. El rock, a priori, era rebeldía, era entusiasmo, era alegría y alegría desmesurada por la vida, una superación dialéctica y viable –nadie ansía la muerte- del sexo, drogas y rock and roll de los comienzos.
De mi país de cuna, de la Argentina, ¿qué recuerdo? Vuelvo a sentir la potencia demoledora de un power trío genial, Divididos, pero las letras me resultaban jeroglíficos. Recuerdo algo del llamado “rock chabón”, algo de La Renga, algo muy honesto pero también muy desolador. Recuerdo el “Se vos” de Iorio que me hizo escuchar Gargiulo una noche de demonios desatados en San Telmo. Se me olvidó que te olvidé a mí que nada se me olvida, canturreaba en el límite un Miguel Abuelo que zarpó con sus naves y sus abuelos hacia la nada.
Aquí en Bolivia, mejor dicho, aquí en La Paz, esos mismos noventa, había El Socavón. Tremendo hallazgo. Contra ruta de la historia global. La complementariedad Sol Mateo- Grillo Villegas provocó un milagro. Recuerdo el homenaje aluvional cuando el tío Frankie, cuando don Frank Vincent Zappa, maestro y guía eterno, también zarpó con sus madres y sus invenciones hacia otras galaxias. El Cé Mendizábal estaba allí esa vez y fue así que pude publicar un obituario delirante en Ultima Hora. Fue una noche alucinante, como eran casi todas.
Una de esas otras noches, que era cualquier noche, lo conocí al Gastón, al Gastón Ugalde. Esa noche, esa primera noche, hablamos sobre los chipayas. Hablamos sobre la belleza de las trenzas de las mujeres chipayas, hablamos de sus casas, de sus corrales, hablamos de su río Lauca, hablamos de ese otro mundo pero que, como diría Eluard, también estaba aquí. A partir de ese encuentro nocturno en el “Soca”, nos embarcamos con Ugalde años, décadas, videando, pintando, escribiendo, fotografiando, creyendo, soñando, peregrinando esos desiertos.
Había llegado a morar a esta hoyada el año 87 y aquí latía algo, algo que era más fuerte, más sincero, más panorámico y más esperanzador que en el resto del planeta. No era inesperado para mí pero aquí era masivo y era tumultuoso.
Ese algo, eso revelador, eso que contagiaba fervor y destino, eso que diferenciaba a La Paz, a Bolivia, de los USA o de Argentina o de Hungría, eso, no era solo rock and roll: eran los indios.
Pablo Cingolani
Rio Abajo, 18 de septiembre de 2018
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