Miguel Sánchez-Ostiz
Mientras en el Tribunal Supremo se juzga al independentismo catalán con un salpicón de falta de garantías (denegación casi sistemática de pruebas), en el Congreso se tumbaron los presupuestos general del Estado abocando al presidente socialista a convocar nuevas elecciones. Fracaso ese al que han coadyuvado partidos independentistas. Asombroso porque tal vez no vuelva a haber ocasión de aprobar los beneficios sociales previstos en esos presupuestos y vayan a sobrar ocasiones de lamentar el ensanchamiento de las desigualdades y el adelgazamiento extremo de los servicios públicos más elementales.
No todo está perdido, pero casi, eso al menos dicen las encuestas que colocan como ganadora de las elecciones a una coalición de partidos de derecha en franca deriva hacia la extrema derecha que lleva ya el peso ideológico del circo montado casi a diario. El suyo es el proyecto de un país excluyente, represor de libertades que ahora mismo todavía sostienen una verdadera pluralidad ideológica en la línea de lo que ya está sucediendo en otros países, como Brasil. A mi modo de ver, peligran las autonomías y sus competencias actuales (ya muy atacadas por lo que a capacidad legisltaiva se refiere), peligran los partidos nacionalistas, peligra la foralidad de Navarra, peligran los movimientos sociales de izquierda radical, peligra la bandera republicana que da visibilidad a la ambición legítima de un régimen político diferente a la monarquía reinstaurada por el franquismo. Quienquiera que sea el que gobierne en un futuro inmediato se va a encontrar como plato fuerte la cuestión catalana. Esa va a ser su prueba de fuego en un país en el que el encono y la discordia crecen de manera alarmante sobre un foso profundo, e invisible encima, de problemas sociales acuciantes: sanidad, vivienda, educación, salarios dignos... No son fantasías, es la verdadera historia: el país está más descoyuntado en su trama profunda de lo que parece. Eso no se arregla con berridos ni con banderas ni con bravuconerías de guapetones.
Dudo que esta gente respetara la Constitución que ahora mismo dicen defender entre permanentes rasgados de vestiduras. Es más fácil que se apliquen a una reforma de la Constitución que les convenga y beneficie, y todavía más que den cobertura legal (amnistía) a la profunda corrupción institucional y sus consecuencias, que ahora mismo eluden perseguir hasta sus últimas consecuencias el entramado de enriquecimiento injusto del ex ministro Rato.
La amenaza de un gobierno de derecha autoritaria y regresiva por lo que a derechos sociales se refiere, venía de lejos y puede hacerse realidad en pocos meses, a no ser que los partidos progresistas se rearmen. Claro que no sería la primera vez que el PSOE buscara la alianza de quienes le han metido todos los palos que han podido en las ruedas de gobierno de estos meses: los mismos que ahora le reprochan no haber hecho lo que le han impedido hacer. La vida política española se parece cada vez más a una pelea de bandas de matones y navajeros.
En los años ochenta solo partidos residuales del franquismo se calentaban al ritmo de ser el novio de la muerte, ahora es una música de fondo habitual, una forma de enardecerse con propuestas racistas, policiales, de un autoritarismo que, escudándose en el sistema democrático, apunta a una dictadura encubierta. El rajoyato fue un ensayo general: ahí quedan la reforma laboral y la ley Mordaza para sentar las bases de algo peor. ¿Tremendismo por mi parte? No lo niego, porque tremenda es la que se avecina si nada lo remedia. No me gustaría verme obligado a vivir en un país que tuviera como música de fondo himnos del antiguo Tercio de Extranjeros porque cada vez se oye más el Cara al sol. Negarlo o minimizarlo a estas alturas es una imprudencia. No es el momento de mostrarse derrotistas y entregarse sin más ni más a la catástrofe, por muy anunciada que esté. Lo que se pueda hacer, es otra cosa.
*** Artículo publicado en Diario de Noticias, de Navarra, y en el blog del autor, Vivir de buena gana, el 17-II-2019.
0 Comentarios