Miguel Sánchez-Ostiz
Hacia 1970 Andrés Nagel era ya un mito en el ámbito universitario de aquella ciudad en la que unos besos mañaneros en un parque podían costarte 50 pesetas de multa si te denunciaban, que lo hacían. Nuestra educación sentimental fue más de clerigalla y cuartelera que veneciana. Les feuilles mortes estaban bien en la voz de Juliette Greco, pero las hojas muertas del otoño sin violones, podían costarte un disgusto. El artista pintaba paisajes terrosos o mendigos al paso o escenas castizas, y en la otra trinchera, la escuela de los «santos oleos», bendecida por Moreno Galván, se aplicaba a un arte plano, de difusa denuncia, brumoso y pretensiones líricas. En ese panorama Andrés Nagel era una excepción que invitaba a echarse las manos a la cabeza. Andrés Nagel, fascinante, desde aquella ciudad de 1969, diciembre, en la que estudiaba Arquitectura y atacaba sus primeras esculturas, rostros, cuerpos, rescatados con malla metálica... Había un arquitecto de su curso que me hablaba con devoción de su obra, entre trago y trago cuartelero que aliviaba aquella polvareda de secarral... Y estaba también Manolo Jiménez, inolvidable amigo, arquitecto, que pintaba como Dios... Nagel era lo que yo creía que quería hacer y no hice, como uno de los Compson, en El ruido y la furia por entonces leído.
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Publicado originalmente en el blog del autor, Vivir de buena gana [17.3.2018]
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