Roberto Burgos Cantor
Es de esperar que no ocurra siempre.
La ocurrencia se refiere al aparecer del pasado. No tiene que ser reciente, en el cual uno participó y lo protege el secreto, su escaso ámbito. Puede ser el remoto que pertenece al fondo común de archivos que hacen memoria.
Cuando expreso el deseo de que no aparezcan siempre, me dirijo a los acontecimientos cuya permanencia avergüenza. Acrecientan el descreimiento en el presente al dejar ver su sólido transcurrir.
Los hay bellos, iluminan las penumbras de la vida y ofrecen un sosiego a su transcurrir de fatalidades infames.
Así fue:
Empecé a mirar un documental que recuperaba 108 películas de los hermanos Lumiére, de Thierry Frémaux.
La salida de los obreros de la fábrica. Ese colectivo de mujeres y hombres que tomaban la misma dirección de la calle, capturaba un sentimiento de alegría que entre todos crearon y de la cual participó hasta el perro.
La memorable llegada del tren a la estación que asustó a los espectadores cuando la máquina se dirigía directo a escapar de la pantalla. El mismo miedo de quienes, en el teatro Manga, vimos los caballos de los vaqueros detenerse al borde de la silletería y nos arrojaban el polvo que levantaban los cascos.
Toda una serie de sorpresas que disponían a los espectadores a pensar por qué la vida filmada arrojaba algo que en su realidad repetida no era aprehensible. Algo que le devolvía la cámara y que rendía culto al misterio de vivir. Para bien y para mal.
En 1.900, Lumiere, viajó con un director a Namo. En esa aldea de Vietnam pusieron la cámara en una silla de manos. Los niños del lugar corrían con un contento celebratorio. A lo mejor maneras de la bienvenida, inocente y abierta, a unas personas que llegan de otro mundo y que reverencian un aparato que no es para la siembra, ni para el corte, y lo ponen en el lugar donde se sientan los humanos, quienes la cargan.
Las niñas iban vestidas y los niños desnudos. Corrían. Sus cuerpos sin el pergamino del hambre pegado a los huesos, brincan, juegan, sonríen.
Entonces me estremecí.
Cuantos años pasaron para esa portada de revista, imagen del horror, donde niños quemados por el napalm, un desconcertado vietcong tiene el revólver incrustado en la cabeza y sale la bala.
¿Qué puedo agregar?
La esperanza de que alguna vez fuimos felices.
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Fotograma de película de los hermanos Lumière filmada en Vietnam.
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