Un cortejo de miles de soldados de alabastro avanza enmudecido. Una caravana de monjes, multitud de ellos, con sus capirotes albos, se mueve también, sin que se escuche un murmullo. Mujeres, millones de ellas, con sus pañuelos blancos, de cuarzo esponjoso, flotan en la memoria y delante de mi ventana. Ángeles, andan por ahí. Caballos de color titanio. Naves de otros mares y otras eras. Avanzan, se mueven, danzan, todos en silencio. Un silencio tan denso que puede aspirarse. Un silencio que lo impregna todo, como una revelación, y que ampara a todo lo que pasa, lo que va pasando: los corceles, catedrales, las huestes de los kataris, arcángeles con arcabuz, sin arcabuz, madres, niños que juegan, corzuelas, almejas, fronteras.
Todo se diluye, todo se conjuga también. Para empezar, uno puede sentirse en el aire, suspendido. El cielo se ha abajado tanto que puedes caminarlo, tocarlo, abrazarlo. Estás en el cielo, y no estás muerto. Imagina todo lo que puedes sentir, desde aquí mismo. Decía alguien que hay muchos mundos, pero que todos están aquí. En frente de tus ojos. El salitroso mundo de las nubes es uno de ellos. Unos indios del Amazonas cuando veían a las nubes bajarse del cielo, tan arrimadas al suelo, sentían que el mundo crujía porque aún no estaba terminado. El mundo como obra inconclusa de los dioses. El mundo que se sigue haciendo. El mundo como conjetura. Las nubes te provocan eso: tantos mundos como puedas sentir, tantos mundos como puedas imaginarlos, caben en su lechoso seno.
Líneas de fuga: las nubes lo abarcan todo. Destrozan lo segmentado. Vuelven al mundo único, indivisible: todo y cada cosa se funden, se abrazan, se juntan en el Gran Caos Blanco, el Gran Mundo que no está hecho, culminado de ser creado, la Gran Fiesta que aún no empezó.
Pasan las nubes, atrevidas, pasa la sedentarización planetaria, pasan las ciudades abolidas, pasan las prisiones clausuradas, pasan los claustros desangrándose y sin dejar una mancha, pasan calcinadas abadías. Todo es blanco y blanco siempre será el color del destino.
Mirando las nubes, pasa también el destino. Y si lo sientes bien, lo atrapas. Entre el aletear magnético de cien mil albatros, navegando en el lomo de la Gran Ballena, iluminado en el fondo de los ojos de la niña ciega de las Cruzadas; en medio de toda la nieve de todas las montañas y en medio de toda la sal, cada partícula de sal, en medio de tanta nube, el destino se está: blanco, puro, eterno.
Pablo Cingolani
Desde algún lugar, 17 de mayo de 2020
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