Círculo cerrado

 Cerré la puerta de casa con las palabras de Federico, otro antiguo militante, licuándose en mi cabeza: “Y si hermano... a lo mejor, colectivamente, perdimos...a lo mejor, personalmente, seguimos... seguimos andando...a lo mejor vendrán los que sueñen de nuevo...quizás despierten otros Pepes...teníamos, tuvimos, certezas...tenemos, tendremos, preguntas...”. Era su devolución a mis divagaciones. Cómo agradezco, cómo agradeceré siempre, que en el mundo haya gente así: franca, directa, apasionada, apasionante, viva.

El día relucía: la montaña, tan amada, nos agasajaba. La montaña, tan fiel, destellaba de colores y alegrías. Toda la paz de las piedras se nos brindaba con la generosidad que sólo atesora la naturaleza. El aire fresco henchía los pulmones: recirculaba no sólo la sangre sino los anhelos. Era la libertad recobrada la que volvía a latir dentro nuestro. No apuramos el paso con Carolina: queríamos disfrutarlos a cada uno. 

Además, convinimos, porque nuestros pasos, cada uno, sería la ofrenda que le entregaríamos a la tierra, a la pacha, a las montañas, al cosmos infinito donde moran nuestras ilusiones que, en ese momento feliz del reencuentro, paso a paso, volvían a reverdecer, volvían a convocarnos, volvían a habitarnos. La travesía, convinimos, sería el dichoso ritual del reencuentro. 

Y así, empezamos a ascender. Y así, empezamos a sentir cómo nuestra piel se empezaba, otra vez, a encender, sintiendo el calor de aquello que nunca echamos de menos -porque te pueden quitar todo, menos lo que llevas anclado en tu corazón- pero que ahora estaba ahí, tocándote las manos, guiando tus pies, celebrando el camino del cual nunca jamás quisimos extraviarnos. 

Entonces fue que llegamos al lugar donde, de alguna manera, cruel y brutal, todo lo sin fasto, todo el despropósito y el desasosiego habían principiado: el lugar donde terminamos de ocultar las cosas que podían amenazarnos y ponernos en peligro. Allí fue donde me empecé a ir, a partir, a exiliarme de los cerros y el sol de los Andes. Fue al mediodía del 4 de enero de 2020, este año, marcado también por otro hecho brutal y cruel: la pandemia.

Y todo fue así de simple, de vital y de agradecidos: nuestros propios pasos nos devolvieron allí, a la inmensa hondonada que se abría intrigante como la boca de un coloso dormido y que coronada de afilados promontorios de arenisca precordillerana tapiza un valle oculto, escondido, secreto. 

Nuestros propios pasos, uno a uno, nos volvieron a convocar al sitio, tan bello como cualquier rincón recóndito de los Andes, donde el círculo del desarraigo empezó y donde hoy, con la certeza del que camina, del que sabe y confía en sus pasos, cerramos.

Allí adentro, entre las grietas, se quedó nuestro dolor por haber sido forzados a partir. Allí adentro, se quedó la tristeza de tener que alejarnos de las montañas, de nuestra morada. Allí, adentro, una vizcacha apareció y, desafiando la gravedad, nos envolvió de magia y nos devolvió nuestro ajayu.


Nada conmueve más, nada convence más, nada gratifica más el alma que decir: volvimos, gracias a la vida, misión cumplida.

Pablo Cingolani

Laderas del Aruntaya, 12 de noviembre de 2020

Gracias Papirri por el Kaluyo del retorno


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