La búsqueda de la piedra mágica (Mi ofrenda a Santa Maradona)

 Cuando la pandemia acentuó la distancia y agravó el desarraigo, me aferré a la piedra mágica del abra como la luz de faro que me guiaría de nuevo a las montañas. De hecho, cuando la encontré, en noviembre o diciembre, ya no recuerdo, los tiempos ya eran aciagos, violentos y de cataclismos, y por ello, para conjurarlos y ahuyentarlos, es que dejé a la piedra mágica encima de la apacheta del cerro, al cuidado de los vientos, bajo la solemne promesa de venir a recogerla cuando la mala hora cesara o se atisbara algún cambio o el viento fertilizara el destino. Pero vino la pandemia en marzo y la desdicha se fue estirando y no había otra cosa que hacer que mitificar a la bendita piedra, reforzar sus poderes sanadores y evocarlos en poemas desgarrados. [1]

 

Finalmente, en octubre, sucedió lo que asegura la cueca más exiliada de todas, la Caraqueña, que no hay mal que dure cien años e hisopados y con barbijo, volvimos a nuestra casa. Sucede también que aquí, gracias a Dios y a Viracocha, hay muchas montañas y la montaña de la piedra mágica no quedaba detrás de mi ventana, como es el caso de las montañas de Aruntaya, sino que se estaba lejos y bueno, había que montarse una pequeña logística para llegar hasta ella, y como somos de a pie, había que coordinar una evacuación, un rescate para la vuelta. No era así nomás.

 

La cosa que fui postergando ir al encuentro de la piedra mágica hasta que ocurrió algo inevitable pero que detonó las ansias: El Diego partió hacia la inmortalidad. Fue entonces que, en medio del dolor, la decisión se volvió imperativa: los tiempos habían cambiado -el pueblo lo había decidido así- y había que honrar la palabra dada a la piedra, de ir a buscarla, pero ahora por un motivo, tan hondo y tan diáfano como el haber roto el maleficio y regresar a casa. Y ese motivo era este: había que ofrendar la santa memoria de El Diego y, a la vez, había que ofrendar a la tierra, a la Pacha, a las apachetas para que ellas ayuden a El Diego a elevarse hacia el infinito cósmico.

 

Las apachetas son eso: son el lugar que trama suelo y cielo, son el sitio desde el cual uno accede y se conecta con la inmensidad insondable del cosmos, de donde venimos y hacia donde volvemos todos nosotros. Ahora que El Diego había sido enterrado -eso lo habíamos visto por la tele-, era un deber, imposible de eludir con alguien como el que tantas alegrías nos procuró y tanta inspiración nos brindó siempre, ayudar a que su ajayu, su almita, se cargue de dones y de energía para lanzarse al viaje sideral, al viaje de regreso a la matriz de la vida eterna, al viaje sin final hasta ese lugar donde, tarde o temprano, lo volveremos a encontrar.

 

Fue entonces que la búsqueda de la piedra mágica se volvió doblemente devocional, doblemente propiciatorio, doblemente una devolución agradecida y a corazón abierto, celebrando la vida de El Diego, procurándole toda la luz, la paz y la serenidad y las seguridades telúricas en su viaje a las estrellas, y, a la vez, la reafirmación, la restitución del camino del destino para los que nos quedábamos de este lado. Había que recobrar esa piedra para que todo el dispositivo se active. No se diga más: armé mi mochila y salí esperanzado rumbo al cerro de Mullumarka.



El día era amenazantemente esplendoroso. Digo que era una amenaza porque trepar una montaña con un sol que te destripa el cerebelo, hay que hacerlo con mucha fe y el suficiente auto-control, más si uno es un estúpido fumador de 57 años. Pero he ahí el sentido que deseamos para nuestra existencia. Mientras rodaba hacia allí en un transporte público y veía, a lo lejos, la impresionante mole del cerro, le hablaba y le decía: esta vez, montaña mía, ampárame pero ampárame hasta el final, hasta que llegue al abra donde está la piedra esperándome y a donde quiero llevar a El Diego -en mi mochila, tenía una foto suya- para que vuele alto y vaya bien en su viaje, dame permiso, montaña, para llegar hasta la apacheta, no olvides que siempre te he ofrendado y que te quiero mucho…

 

Un paso sigue a otro paso: esa es la única verdad tangible, la única realidad. Lo demás es el acompañamiento que tu llevas dentro, es tu entronque, es tu síntesis, es tu fusión corporal y sensitiva con la piedra, con el cerro. Sólo caminas, si la montaña quiere que camines. Sólo subes, si ella te lleva, te conduce. Toda esa vaina de la escalada es vanidad, egomanía, soberbia. La subo porque está ahí, decía Mallory y nunca más volvió del tan profanado Everest.

 

Las montañas son territorios habitados por la mística, por una mística natural, por el lazo de una sensibilidad extrema y exquisita, son lugares donde los hombres deberíamos acudir siempre por algún motivo trascendental. Porque si no es así, lo que tú crees que la montaña te da, porque sí, porque está ahí, luego te lo quitará, de la misma manera. Por eso, la pensaba y le hablaba mientras me aproximaba, porque iba en misión imposible de fallar -no le podía fallar a El Diego, tampoco a Carolina; en verdad, ella había viajado por precaución cuando encontré la piedra mágica y los parabienes eran también suyos; no podía fallar en esta cita/encrucijada con el destino.

 

La montaña estaba ahí y el sol era una cruz, pero cuando la quebrada se abrió, empecé a sentir que llegar a la apacheta, así fuera lo último que hiciera en este mundo, era lo que tenía que hacer. Cuando ese aguijón de sentirse obligado te impulsa, la voluntad se cincela, el dolor se sosiega, paso a paso, un paso sigue a otro paso: por la piedra mágica, por El Diego, por reencauzar el destino, llévame hacia vos, cerro querido, llévame hacia arriba, llévame con vos.


[y el cerro me llevó hasta la tumba de la Dana, y la momia seguía allí, y yo, ingenuo, le contaba a la perra que El Diego había fallecido y ella, cómo no, ella ya lo sabía, es más: estaba esperando encontrarlo para jugar con él. Allí la primera challa. Seguí subiendo. Tumba del Gatito. Lo mismo: cuídamelo a El Diego, gatito, y que él te cuide. Claro que sí, maulló. Segunda challa. Luego, tercera challa en la Roca Madre, Mother Rock, Mama Kala. Cuarta challa: a las piedras de los Cuatro Suyus, los Cuatro Destinos, el Número Cósmico. Quinta challa en las apachetas de Mauka Llajta, tan serenas, tan bonitas. Sexta challa: el árbol de mi destino. Desde allí, y siempre con la licencia del Tata Mullumarka, comenzamos a subir con decisión hacia el abra…]


De repente, apareció el retamal. Estaba herido, seco, casi muerto. Viéndolo así, sintiendo su agonía, me puse a pensar en el odio desatado contra El Diego. ¡Viva el cáncer! pintaron las paredes los gorilas, los odiadores, cuando la metástasis consumió el cuerpo de Evita…volvió a pasar con El Diego, esta vez desde las cloacas cibernéticas de esta modernidad absurda. Decime: ¿cómo se resuelve eso? ¿qué hacemos con ese odio, un odio tan feroz que no respeta ni a la muerte? El odio nubla la sensibilidad y mutila el entendimiento, pero, en fin, el que quiera odiar, el que quiera caer en esa última instancia del desequilibrio emocional, ¿no avizora otro camino para su odio que no sea Maradona? Digo, viendo a las retamas heridas, secas, casi muertas, ¿Por qué no odian a la sequía, al cambio climático que la radicaliza, al estilo de vida consumista que fomenta ese sin retorno, a toda la desgracia que esto conlleva? Frente a esto, a las retamas desangrándose, ¿por qué odiarlo a El Diego?

 

Iba mortificándome con esos pensamientos, cuando, de repente, se apareció el Elías. El Elías es un indio aymara, cargado de años, único morador de esas soledades infinitas, él vive allá arriba, con un puñado de vacas, las estrellas encima y una vertiente -se vive donde hay agua sino no se vive- que se está secando. Eso me dijo en nuestra particular manera de comunicarnos. Entonces, sentí que allí estaba una especie de Diego, reencarnado. Y que, si alguien odia a los inmorales dueños del mundo, no está equivocado, así el odio nuble y mutile, porque mi amigo de la montaña, mi amigo el Elías, se está quedando sin agua.

 

Decime: ¿qué hará el Elías si la vertiente se termina de secar? Yo la vi, vi el tan escaso hilo de agua que manaba de la tierra -¿te acordás, Roque, que de ahí salía un chorro de agua pura, fresca, vital?- que me asusté, me asusté por las vacas del Elías, me asusté por el Elías, me asusté por la humanidad entera. Y pensé: ¿y todavía tienen ganas y tiempo de ensuciar su memoria y odiarlo a Maradona? Nos abrazamos con el Elías, no hay distancia social que valga allá arriba porque no hay nada que pueda separar a los hombres que sea más fuerte que la fraternidad sincera, y seguí mi marcha.

 

Faltaba la parte más áspera, la más exigente, la más sacrificada, de la trepada. De un lado, tenías la visión atrapante, magnética, sublime, de las montañas desplegándose, exhibiendo toda su majestad y su poderío. Del tuyo, era nomás poner el cuerpo, desatarlo hasta el final de todos sus amarres, para facilitarle la tarea al cerro y que la montaña te eleve, te conduzca, te lleve hacia arriba, hacia el abra.


Necesitaba un suplemento de combustible espiritual, necesitaba seguir alimentando el fervor por El Diego para que me impulse y no me dejara caer. No podía fallar pero el pecho se me cerraba -maldita industria tabacalera- y entonces, para conjurar la flaqueza, me hablaba de esa santidad popular que tanto bien le hizo al sufrido pueblo argentino y sentir la presencia de Ceferino, del Gauchito Gil, de la Difunta Correa, de Gilda, a mi lado, hacía que retome el paso y el ritmo de mi respiración… así, acompañado por todos ellos, caí en cuenta de un hecho fundamental, la forja de un destino: el devenir de Santa Maradona, el camino de la canonización popular de El Diego -asunto harto complejo ya que él ya era D10S en vida- va, lado a lado, con el de la mayor expresión de santidad popular que recuerda la Argentina. Ya la nombré, pero ahora la anotaré y la honraré como se merece: Santa Evita.

 

Evita y El Diego van a caminar juntos, yo lo sé, lo siento. Lo celebro de antemano. Hay una matriz genuina y fundante: ambos, fueron, son y serán peronistas y eso los une para siempre en un abrazo inmortal, algo que sella y no se borrará jamás de la historia, la historia universal, no de la infamia, sino de la identidad popular. Pero hay más, desde ya, y es algo más profundo aún: la Eva y El Diego vinieron de abajo, de abajo de verdad, desde la pobreza que es estigma y condena, y supieron alzarse, en nombre de sus pares, de los desposeídos, de los condenados de la Tierra, hasta los sitiales de privilegio y gravitación que ocuparon, sin nunca traicionar sus orígenes, sin nunca negarlos o negociarlos, sin nunca claudicar para que ese don que poseían, esa virtud que los condujo hasta arriba, proteja a los demás, los cuide, los ampare, les mejore sus vida, les conceda dicha, alegría, felicidad. Héroes del pueblo, de la clase trabajadora, que es la única de las clases, eso fueron los dos.

 

Evita y El Diego, de aquí en más, ahora que andan juntos en la eternidad, van a ir siempre de la mano. Evita capitana, nuestra gran reina plebeya, el hada mágica, la gran dadora, nuestra madre mítica, codo a codo con el gran capitán de la selección nacional, el de la mano de Dios, el justiciero moral de Malvinas, el mejor hijo de la Eva, el que no puede explicarse sin que antes de él, en esa patria desgarrada donde nació, haya existido el peronismo para darle sentido y gloria a cada una de sus gambetas, y si esa patria tiene un alma, alma digna y combativa, esa alma tiene una marca de amor y solidaridad con los humildes, como El Diego en su cuna de Fiorito, y esa marca, ese amor, esa justicia social e histórica, que huella y alentó a los pibes pobres como El Diego, esa marca es ella, esa marca es Evita.


 Con toda esa felicidad que me inundaba y se aferraba a mis pies, “y Evita en el corazón”, de la mano de Evita, Santa, Santa Argentina y de la Patria Grande, Santa Peronista y Montonera, Santa Urbi et Orbi, llegué hasta el abra. Un rayo -Illapa en acción, los dioses de la puna son también nuestros dioses-, había desparramado las rocas de la apacheta, pero la piedra mágica, partida en dos, estaba allí.

 

Misión cumplida: recobrar la piedra era restituir al cosmos dentro mío, dentro nuestro, para, por estos azares demandantes del destino, cedérselo a El Diego para que su viaje sea el más venturoso de todos. Fueron dos challas más, ocho en total, la challa infinita, la última de ellas con la foto del mismísimo Diego, fundiéndose con las piedras de la apacheta, recibiendo toda la energía de los Andes, los muy sagrados, los muy nuestros.

 

El Diego, que defendió el derecho a jugar en la altura como nadie, con el ardor que sólo portan los justos, libre de toda acechanza y toda impostura, lejos de todo el odio que destilan los necios, estaba allí, mirándome desde la foto, en las liberadoras alturas de los Andes.

 

Estaba allí: invicto, bondadoso, inspirador.

 

Estaba allí El Diego.

 

Estaba vivo. [2]

 

 

Pablo Cingolani

Laderas del Aruntaya, 27-28 de noviembre de 2020

[2] Cuando bajé del cerro, a modo de ratificar la experiencia y asegurar que no había sido un ensueño, en la quebrada que limita a la Mauka Llajta, me encontré una serpiente, joven y bella. Mi amigo Simón, el aymarista, siempre me ha dicho que cruzarse con serpientes en los Andes, es una señal muy potente, definitiva. Katari, Amaru, la serpiente, la redención, estaba claro: no podía faltar a esta cita. 

Publicar un comentario

0 Comentarios