Un milagro por vez en No hay comida


En Napoli recuerdan una historia de 2019: dos pibes juegan a la pelota en una canchita improvisada en el patio de un centro social que había sido una cárcel, con un mural de Diego y el Che Guevara de fondo.

–¿Quién es ese? –le pregunta uno al otro.

–¡Es Diego!

–¡Ya sé! El otro.

–Ah, el tatuaje de Diego.

Roberto Parrottino: Dejar morir a Diego, en Tiempo Argentino, 29/11/2020



No pasaba nada en Valle Grande: el Che no aparecía. Había ido hasta allí a hacerle el aguante al Equipo Argentino de Antropología Forense (EAAF), que había llegado a Bolivia para apoyar la búsqueda, dirigida por los cubanos, de los restos del guerrillero, porque uno del equipo había sido un compañero de militancia. Un día, dos días, una semana: no pasaba nada.

 

Había un hotel, un alojamiento en la ciudad valluna donde parábamos todos, los isleños, los antropólogos, un par de estoicos periodistas argentinos haciendo guardia -recuerdo que amistamos, paradójicamente, con el enviado de La Nación, un tipo simpático que se tomaba con soda estar ahí, sin que pase nada- y allí en el alojamiento, también desayunábamos, almorzábamos, cenábamos: un día, dos días, una semana, no pasaba nada.

 

Un domingo, decidí romper la burbuja y me lancé por las desiertas callejuelas de Valle Grande a ver si podía encontrar algo que comer que no fueran los asépticos menús que preparaban en el alojamiento -prevención para frágiles estómagos foráneos- y, de repente, llegué al mercado, que estaba medio escondido. En la puerta, estaba colgada una pizarra y escrito a tiza el plato del día. Y lo que leías, no sólo rompía la monotonía, no sólo te imantaba hacia dentro con el afán de probar eso y deleitarte, sino que sabía, olía, te conectaba, recreaba, sintonizaba sin remedio con aquel a quien todos buscaban. Decía, en letras grandes, tremendas, inquietantes:

 

HOY

 

SANGRE

 

Celebré el suculento ají de morcillas que me sirvió una de las señoras cocineras como si nunca antes hubiera comido en mi vida.

 

Otra que recuerdo de esos días era a un cubano que era igualito a Rodolfo Walsh -flaco, pelado, con anteojos- y, como no podía ser de otra manera, a lo Walsh, en solitario, con una devoción inusitada, una prolijidad que abrumaba y una tenacidad ejemplar el tipo se dedicaba a la búsqueda del Che a través del uso de la radiestesia. Era un rabdomante. Un día, dos días, una semana viéndolo con sus dos palitos buscando alguna señal electromagnética en el suelo, terminó por convencernos de que el hombre tenía un grado importante de chifladura, confirmada además por los demás cubanos que, entre ron y ron, se cagaron de risa con nosotros cuando le preguntamos quién era el doctor Neurus y ni ellos supieron decirnos bien qué estaba haciendo allí.

 

Así estaba la cosa, más aburrida que una ostra, cuando en algún desayuno, almuerzo o cena llegó la anécdota que iluminó para siempre ese viaje y lo volvió memorable. Es la historia de “No hay comida”, de un lugar llamado No hay comida.

 

No hay comida era un pueblo, un campamento, algo habitado, perdido entre las dunas de Etiopía y Eritrea, en el Cuerno de África. Eritrea se había independizado, tras una guerra cruel con los etíopes. Habían existido crímenes de lesa humanidad, genocidio, fosas comunes, un desastre humanitario. La ONU había convocado al EAAF para investigar. Un grupo de antropólogos voló hasta Addis Abeba. El gobierno etíope apoyaba sin ningún entusiasmo la misión. Tanto así que ni siquiera enviaron a un traductor. El personal gubernamental asignado sólo hablaba amárico y, a cara de perro, subieron todos a un par de vagonetas y se lanzaron al desierto.

 

El relato de esta historia había surgido de la pregunta de dónde el equipo había estado en la situación de mayor peligro, donde habían experimentado que podían haber sufrido daño. Ellos ya habían estado trabajando en Los Balcanes, en El Salvador, en Angola… pero eligieron contarnos los azares y vicisitudes vividos en No hay comida.

 

En realidad, No hay comida no se llamaba así: nadie recordaba o tal vez ni siquiera ese asentamiento humano tenía un nombre. Resultaba que, a la entrada del poblado, había un cartel que alertaba, en busca de alejar a todos los que deambulaban famélicos producto de la guerra, que allí, no había cómo salvarse. Ergo: fuera, váyanse, la hostilidad era evidente. Eso incluía a cualquier forastero, por más antropólogo que fuera.

 

La cosa fue que los del EAFF entraron a No hay comida y si bien no había nada que comer, lo que sí había, por todos lados, eran fierros, armas. De repente, estuvieron rodeados por una muchedumbre enardecida, apuntándolos con sus AK-47, el viejo y buen fusil diseñado por don Kaláshnikov. Recuerden: no había traductor y, además, en Eritrea y el interior etíope se hablan una constelación de idiomas. Otro detalle: tampoco ellos, los del EAFF, tenían comida.

 

Ya pueden imaginarse el final de la historia, ya que ya han circulado algunas que cuentan cómo en lugares inesperados, pronunciar su nombre ofició como un pasaporte salvador, una absolución divina, una invocación a la fraternidad humana.

 

La mañana gris de Valle Grande se iluminó de repente. Todos estábamos extasiados con el relato.

-¿Entonces fue Maradona el que los salvó?

-Sí, “Argentina-Maradona”, “Argentina-Maradona”, repetían los tipos y nos tocaban y nos abrazaban con una alegría increíble como si fuéramos parientes o enviados de Diego… Los etíopes no lo podían creer porque si se pudría todo, a ellos los iban a cortar en pedacitos…

Reímos con ganas. Alguien quiso saber más y preguntó:

­-Che, y después que se arregló todo, ¿les dieron comida?

-No…

-Pero, ¿cómo? ¿acaso ya no eran amigos, no jugaban todos en el mismo equipo?

La respuesta no se hizo esperar.

-Viejo, ¿qué más querés? Maradona hacía milagros, pero ¡uno por vez!

La carcajada que lanzamos no sólo desconcentró a “Rodolfo Walsh” sino que la debió escuchar el mismísimo Che…

 

Pablo Cingolani

Laderas del Aruntaya, 1 de diciembre de 2020

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