Un personaje de Héctor Tizón
El expatriado belga es el inaudito monarca de un feudo inexistente pero real, tan real que abruma con su boato de arenas, vientos y sal, demoledores de sueños, eternos en su gloria inasible.
Si hay un desolado rey de los confines, un rey ebrio y desgarrado, es el, es el conde.
Lo habita La Quiaca, la inevitable “capital” de la puna, asilado en un burdel donde toca el piano, tiranizado por su madama, Ida.
Fronteras afuera, el destino lo despojó de todo, de todo, menos del recuerdo de su amigo Drieu, Drieu de La Rochelle, el poeta, y con su memoria dialoga, entre sorbo y sorbo, sobre el suicidio que acaricia, pero teme, y sobre la insania de Dios, al que desoye.
Hay una escena que enternece y vale evocarla: cuando acuden a un anónimo velorio y todos se machan, todos se embriagan, todos se igualan, todos naufragando en la irrealidad, todos profetas, y el conde se duerme, apoyado en el hombro de una india vieja. Ella recomienda se lo abrigue y sentencia: apenas comience a caminar, se recordará.
¿De qué se recordará el Conde?
¿De sus primos que lo esperaban en el Congo donde la quimera seguía latiendo?
¿De su amigo Drieu, el suicida, al que extraña como si fuera él mismo?
¿De su rostro antes de la soledad, la desolación y el estrago?
Amor, perdiste a Troya…—se despide el conde y uno se arrasa con él, con su melancolía.
El desierto es sagrado y un ámbito de revelaciones, sólo si vas a buscarlas. Si no, te cercan, te agobian, como las piedras de un huayco: te desnudan, te destrozan, se te caen encima.
Pablo Cingolani
2020
2 Comentarios
Tu texto me hace pensar en el desierto que significa la gran ciudad.
ResponderEliminarTu texto me hace pensar en el desierto que significa la gran ciudad.
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