Bad lands. Cerros de la precordillera. Un delirio de la geología: agrestes farallones de cien metros que, a cada rato, van mutando, se desmoronan, están vivos. Sus colores hechizan. Por puñados, crecen, agarradas del aire, bromelias, retamas, algún molle borracho y equilibrista. Lo primero que vimos fueron unas vizcachas, muy arriba, saltando y trepando como solo ellas saben. La gravedad no existe: el peligro sí.
De repente, de la nada, y de allí la inquietud de los roedores de diseño anti-gravitacional, aparecieron dos perros. Eran dos ilustres desconocidos: uno, chato y medio grueso, pelo rasta y terroso, sufridor del desierto. El otro, un can negro, flaco, elegante en su decoro, mestizo de decimonovena generación del algún mastín, algún cazador. Dicen que las almas de los guerreros vencidos encarnan en los perros negros.
La escena a la que asistimos será difícil de olvidar y, por si acaso, la escribo. De repente, como anoté, aparecen los perros. Ambos, imantados, se lanzan a la trepada. Las vizcachas, a todo esto, saltimbanqueaban entre las piedras y las grietas, tan arriba, que cualquier acecho parecía infructuoso. El peludo trepó unos veinte metros y se rindió. El perro negro, no. Y lo que hizo nos dejó admirados, lanzando vivas, inspirados.
Fueron segundos. Como flecha, se lanzó por los faldeos, pendiente arriba, vertiginoso, dando unos saltos indescriptibles, con una decisión indudable, con una voluntad sin fisuras, con una audacia que daban ganas. Eso es actitud, me dije. Si todos fuéramos como ese desconocido perro negro…cavilaba cuando el can se detuvo al borde de unos riscos infranqueables, imposibles de subir para un cuadrúpedo.
Las vizcachas habían llegado al filo de los farallones y se habían perdido del otro lado de los abismos. El perro olfateó en todas direcciones, cayó en cuenta de que los bichos se le habían escapado y, digno, dio media vuelta y con el mismo ímpetu, la misma pasión, la misma confianza y el mismo fervor, se lanzó montaña abajo de la misma manera que había subido.
Siguió su camino, detrás de su dueño, un niño campesino que de repente, de la nada, había también aparecido por ahí. El perro negro, ya en la huella, no miró atrás. Debió estar pensando, seguro de su destino, consciente de su virtud: será en la próxima.
Pablo Cingolani
Laderas de Aruntaya, 12 de febrero de 2021
Imagen: Xilografía de Laura Kuperman
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