Sábado que trajo la helada


Claudio Ferrufino-Coqueugniot

Música rebelde irlandesa. The Clancy Brothers. Y anoche, con 15 bajo cero y sensación de 30 menos, Cazuza. En la tarde, la Misa Solemne de Mozart, a todo volumen, como los raperos de antes. Solo faltaba bajarme del carro y caminar con tremendo estéreo sobre los hombros. Pero Mozart, no Snoopy Dog.

He pensado en Thomas Hardy, en Jude el oscuro, que era conversación con Raúl en la chichería del Osito, en la Antezana, que amigos recordaron hace poco, con detalles y controversia. La chichería del Forúnculo. El Amor de Hombre, donde cantaban los Kjarkas y el barro brillaba como diamante en la medianoche de Angola. Barry Lyndon. De Quincey. El Diario del año de la peste, de Defoe. En la cabeza, mientras uno de los Condenados caía en el piso al no pasar la mesa por encima y le recortaban el cabello en castigo en medio de llanto color de chicha. En El Parralito pusieron una pistola en el pecho de Julio. Dispara, maricón. La muerte caminaba lenta, subía y bajaba del cerro San Miguel, ululaba en el Ticti. En ese cerro, igual a la Santa Compaña, los soldados de Goyeneche marchaban con ganas de mujer. La historia se mueve entre piedras. En el nombrado desierto ni siquiera hay lagartijas, ni una pobre ortiga. Los sapos se secaron. Thomas Hardy, Tess, Polansky, Viktoriia que según dijo alguno era Nastassia Kinski rediviva, revivida.

Huelo el vino que cuece en la salsa. Barato cabernet. Anoche conversé con Gadgi, armenio; le faltan dos de los cuatro dientes delanteros y sus dientes son largos, observé. Volvió una vez a la bella y dramática Armenia, una vez en ocho años. Quinientos dólares cuesta vivir para una familia allí, doscientos a trescientos para un hombre solo. Y anoto, sin anotar, Armenia como otra posibilidad. El lago de Van, castillos muertos. Por allí pasó Gurdjieff cargado de alfombras. Se mataban unos a otros, el 15, el 17 y el 21. Mataban, mejor decir. Bandas de kurdos cargaban contra armenios y los asirios se escondían en los ladrillos destruidos de Nínive. Thomas Hardy. James Joyce leía yo enfrente de la Federación Universitaria Local de Cochabamba. Francine se acercó y aunque me había dejado dijo que no me dejaba y mientras nos amábamos ante la ventana abierta, había gritos de floristas en la calle Ecuador. Bajamos a comprar llauchas guindas y picantes. Agarramos los dedos de uno cada uno y pareció contento.

Plaza Colón que me encantaba el Domingo de Ramos. Mi abuelo era recalcitrante católico. Sal, Armando, le decía mi abuela, con amigos, no te quedes venerándome aquí. Y Armando se quedaba. Se quedó hasta morirse, sin amigos, sin trago, mirando a la esposa y soñando que el paraíso llevaba el nombre de ella, su nombre que había arrasado con el resto de la vida. Sentido de eternidad, quizá.

Escribo y mujeres jóvenes me felicitan por el día de San Valentín. Cómo decirles del amor si ni siquiera yo que caí y me arrastré por gredas multicolores lo sé. La experiencia es solo la presunción de la ignorancia. Leía a James Joyce y luego el artista como perro joven se esfumó y vi dos blancas tetas que creí ser nubes, nimbos, no cirros, y tenían ojos con ojeras. Francine era bella. Ella, en la Creación, recibió los ojos celestes, nadie más.

Recordé a Thomas Hardy y me dio nostalgia. Algo, la penumbra de las Brontë. Es que Francine era inglesa y recorrimos una ciudad Leeds que no existía pero sonaban los Kinks por sus rincones. Se fue, a España y a Cuba con el Foreign Office y se llevó consigo la isla grande y las islas del canal, esas donde habitó su exilio Victor Hugo, donde pulpos gigantes dejaban marinos mustios, chupados, como los batracios del Ticti que ya ni se mueven, se volvieron rictus andinos, la confusión de los idiomas, Babel, el zigurat de tu pecho y el hambre y la sed que tengo persiguiéndome.

13/02/2021
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Imagen: Casa de Thomas Hardy, Dorset

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