Escena #2. El Sacrificio.


 


Un Padre y su Hijo.
Una mesa en el centro. El retrato de un militar está frente a ellos.
El salón está decorado con una fría elegancia.




Padre De modo que no quieres estudiar biología.
Hijo No.
Padre ¡Quieres ser músico! ¡Vivir como compositor!
Hijo Eso es.
Padre Pero es completamente imposible. ¡No hay futuro en eso aquí!
Hijo ¿Para qué quiero el futuro si no hago lo que me apasiona?
Padre ¡Yo hice eso mismo! ¡Todos lo hacemos! Sí, lo hice; lo hice por ti, hijo.
          Me sacrifiqué por esta familia, por ti, por tu madre,
          por el futuro de todos nosotros. Yo quería ser pintor, pero
          acabé como abogado. No consentiré que todos mis sacrificios
          se vean anulados porque tú— (El hijo se levanta y se acerca a
          la ventana; la abre. La brisa del mar entra en la habitación moviendo
          las cortinas. El sonido de las olas batiendo se hace muy perceptible),
          porque tú tienes un
capricho.

Silencio prolongado.

Hijo Conque esa es la causa por la que nunca sonríes ni te veo disfrutar
        de la vida. Toda tu vida ha sido trabajo, y sufrimiento, y mentirte
        a ti mismo. (Pausa.) Yo no quiero cometer el mismo error, el mismo
        crimen ahora con mi vida. ¡No vamos a repetir la misma pesadilla!,
        ¿entiendes? ¡Tienes que dejarme ser libre para vivir mi vida!
Padre No te pongas teatral conmigo, hijo. Sé razonable.
Hijo Y tú no intentes minusvalorarme. Tengo 18 años, padre.
Padre A tu edad yo no sabía lo que quería. Pintor, pintor. ¡Me mentía!,
        ¿entiendes? Eso es lo que pasa. (Su hijo ahora se gira y lo mira atónito.)
        Escucha, si he de llegar a la última medida, que sería privarte de
        cualquier ayuda económica, me veré obligado a hacerlo.
        Tú me obligarás a hacerlo.

Silencio breve.

Hijo Es justo. Pero intentar comprar mi felicidad
           con dinero no es muy elegante. ¿Crees que venderé mi felicidad
           por treinta monedas de plata? ¿Como hiciste tú? (El padre se
           revuelve en su asiento.)
Padre ¡Estás soñando y es una ilusión!
           Todo lo que estoy tratando de hacer es salvarte.
Hijo No, esa no es la cuestión que se debate aquí.
           Yo tengo esta— (Se toca la sien.), esta obsesión
           que brota de mi mente que no es otra cosa que
           la consciencia que tengo ahora de que merezco,
           ¡me merezco!, ¿lo entiendes?, ser feliz. No solo lo
           merezco. ¡Es un derecho inviolable para todo ser humano!
Padre (Hablando bajo para sí.) Y esta es la recompensa
           a tantos años de sacrificio, de dolor, de angustias;
           años de soledad oscura, de soledad oscura del alma
           en donde todos mis pensamientos iban dirigidos a
           saber hacer de ti un hombre de provecho. Un hombre de—
           (A su hijo.) Mira, escucha lo que te digo: No-vas-a-de-cep-cio-nar-me.
Hijo ¡Yo no soy responsable de tus expectativas!
Padre (Comienza hablándose a sí mismo, para ir lentamente
           dirigiendo las palabras a su hijo, que se acerca y se
           sienta frente a él al acabar sus pensamientos.) Yo–
           yo podría haber sido un pintor, un gran pintor.
           Debería haber luchado por eso, lo reconozco. Ahora lo hago.
           Pero soy consciente de que ese sueño se abrió durante
           unos años en los que sentía que yo merecía algo que brotaba
           de mi interior, esa necesidad, ese deseo, ese derecho a seguir
           mi propio camino. Pero esa puerta se cerró de repente cuando
           tu madre apareció. Yo la amaba tanto...
Hijo Yo he heredado esa necesidad y ese sacrificio. Y esa pasión.
           Déjame redimirte mediante mi acto de rebelión legítima.
           La felicidad— No se trata de una cuestión transcendental,
           padre. Es algo tan básico como mirarse al espejo y reconocerse.
           Mamá lo entenderá.
Padre (Cerrando los ojos y apretando los puños.) Hijo mío,
           no has aprendido nada en estos años. Parece mentira que
           digas eso— ahora— tu madre nunca lo consentirá, créeme. Nunca, nunca,
           nun—
Hijo No lo crees porque te vendiste por treinta monedas.
          Pero no es mi caso. No será mi caso. Créeme.
Padre Te vendrás abajo. Lo sé. Conozco tu carácter. Te conozco.
          No durarás el primer mes de lucha, de enfrentamiento, de sufrimiento.
Hijo Yo te mostraré— te demostraré la forma de hacerlo.

Ruidos tras la puerta.

Padre Tu madre acaba de llegar. Ha llegado la hora de enfrentarse a ell—
           Y ahora no te pongas melodramático. Ya has hecho tu papel.
           Es suficiente. Yo te he avisado, luego no vengas con que—
           Y no hagamos un drama de esto, por favor.
Hijo Madre lo entenderá. Ella lo comprenderá.
Padre ¿Piensas, en verdad, que la hija del General Laurentis,
           Edward Robert Laurentis, aceptará tus condiciones?
           No, nunca, jamás: ella luchará hasta morir o tú capitularás.
           Sé de lo que estoy hablando. (Llevándose la mano al corazón.) Créeme.

El Hijo va a decir algo pero se reprime.
La Madre entra y se les queda mirando fijamente.
Soltándose un guante y luego el otro despacio, quitándose el
abrigo y el sombrero que deja en una silla junto a la puerta,
la Madre se acerca 
a la ventana y la cierra. Luego corre las cortinas.
De súbito, la habitación 
queda a oscuras y la brisa marina queda
amordazada. Entonces se gira y los encara. 



Ω Ω Ω






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