Claudio Ferrufino-Coqueugniot
Serían casi las tres de oscuridad. Muy poco bajo cero, no lo trágico de la semana anterior, pero hielo, mucho hielo. Se quiebra cuando las llantas del auto le pasan por encima; suena como cristales rotos. Ulular de grandes búhos grises. Eso y vidrios quebrados en la noche de Englewood.
Juego con el dial de la radio. Grandes orquestas clásicas, rock antiguo. Y… los Bukis en 92.1FM, Necesito una compañera. ¡Mira de dónde me viene a salir! Este silencio es de placidez o de terror, me pregunto. La noche norteamericana tan tranquila, amenaza. Lo viví 30 años atrás, en Virginia, en tormenta de nieve. Aquellas veces el sonido no era de auto. Yo iba cayéndome hacia el trabajo en bicicleta de un solo pedal que me había prestado mi primo Waldo. ¿Qué hago aquí, qué? Nunca me he respondido. ¿Tan vacío estaba, tan falto de futuro? Los límites cansaban, las mujeres de tanto hacerte llorar. Emigrar. Amigos lo habían hecho. Otra vida.
Los Bukis estaban de moda. Tocaban esta canción en la chichería del Osito, en El Libertador y el Bar Quito. ¿Calles Antezana y cuál? Me recuerda a Raúl, saltando enfebrecido por el amor de Lilian, enternecido por la letra: “porque he sufrido tanto y tanto, que no puedo detener mi llanto y no puedo callar mi soledad”, cantaba Raúl; cantábamos. Luego él se fue a España, yo a los Estados Unidos; Julio también. El tiempo nos trajo de vuelta a un café cochabambino donde corría vodka. Raúl cayó y se rompió una ceja, nada que no curara un chorro de vodka sobre la herida y una servilleta pegada a la frente con cinta adhesiva. Así fuimos y seguimos, tristes, solos, irredentos. Malditos diría pero el adjetivo está tan manido que mejor guardarlo.
Al vodka, ya en sí poderoso, Raúl le añadía chorros de alcohol de farmacia, en botellitas plásticas con tapa azul. “Cascos azules”, los llamaba, como los soldados de las Naciones Unidas en zonas de conflicto. Pues los cascos azules avanzaban en las entrañas destrozando todo a su paso. Me enteré después de su fallecimiento. Oscuro como la tumba donde yace mi amigo, escribía Malcolm Lowry. Y el Cónsul bebía hasta la muerte en otras páginas. Caballos desatados del apocalipsis. Seguro estoy que a esa tumba no va nadie, que la mujer que tuvo y las que amó tienen más que hacer que llevarle flores a un estuco mal pintado. Qué solo estás, tan solo te quedaste, sin necesidades supongo, que la compañera jamás vino o se fue anticipado. Los Bukis. Noche de Centennial. El hielo se quiebra y los zorros gimen en los barrancos como mujeres llorosas, a veces como niños igual que los gatos. Hace mucho, más de veinte años, una medianoche en el trabajo, en el campo de enfrente sollozaban muy alto. Una mujer, que luego se escapó con el jefe meses después, se metió al pastizal, alegando que alguien había abandonado un bebé que lloraba. Le dijimos que no, que eran zorros, o conejos gritando con los dientes clavados en el lomo. Se metió igual, a pesar del ruido de cascabel de las serpientes que estaban cazando.
Lloran zorros, chillan lechuzas. Majestuoso, el gran búho gris camina de pie por la calle ajeno a mis luces, a la helada. Me mira, guiña, y me olvida. ¿Necesito una compañera, amigo Raúl, qué crees?
Apago la radio porque me he puesto a pensar. Raúl vivió en París. En francés recitaba a Rimbaud. La chicha corría como el Rocha desbordado en las inundaciones de los años sesenta, color café con leche, greda oscura y greda blanca. Céline, Raymond Radiguet. Hablaba del diablo en el cuerpo, de los endemoniados de Dostoievski. Todavía no destapaba cascos azules, la noticia de su solitud no había llegado a la ONU para que mandasen refuerzos. Cuando llegaron, lo hicieron para matar. No aliviaron nada, la noche siguió sola y fría, que cuando el vodka no quema, hiela.
Hay fosas en Cochabamba que no pueden ser muy profundas porque abajo hay un mar de barro, la qocha. Tal vez tu ataúd entró al cauce y te fue navegando hacia la Estigia. Mestizos que somos, entre la Hélade y la chicha.
Llegué a mi parqueo. Una muchacha está metida de cabeza en el basurero congelado. Tweakers, les dicen a los adictos a la metanfetamina, que además de buscar alguna sobra, cualquiera, ya masticada, escupida, recogen e idolatran inservibles objetos descartados del mundo.
Quité el pantalón y me metí en cama. Eran las cuatro. Toqué mis piernas y eran de muerto, frías. Como tus manos.
18/03/2021
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Fotografía: Claudio Ferrufino-Coqueugniot
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