Volver a Lezama


Miguel Sánchez-Ostiz

Viajes que terminan en la puerta de la propia casa. Como ese volver a los Tratados en La Habana, de Lezama, o a su Paradiso, cuando uno de sus personajes estudió en Lecaroz, aquí al lado, en la época en que vascos americanos y adinerados enviaban a sus hijos al internado de los Capuchinos, pero vuelvo a la época en que leí esa prodigiosa novela, y a La vuelta al día en ochenta mundos, de Cortázar (octubre de 1970). Leo una pedantesca nota biográfica sobre Lezama que nada sobre él me dice, o muy poco, y demasiado sobre la autora. Recorro imágenes de Lezama y me detengo en esa, del fotógrafo cubano Iván Cañas, en la que el escritor, ya en la senectud, pero con el cigarro habano entre los dedos de la mano de la noche, de la que habla en ese estimulante «Confluencias», de La cantidad hechizada, exhibe su retrato de juventud, con una seriedad sospechosa. A su espalda el desbarrancadero de libros, los medicamentos y el tarrito de Old Spice, colonia de moda hace décadas, detalle coqueto y anacrónico. En la imagen el que fue y el que es: «El tiempo transcurrido me daba una solemne lección: el convencimiento de que lo que nos sucede, les sucede a todos». Ese es un viaje largo que se consuma en sí mismo. Lezama, el gran viajero inmóvil, era un norte valioso, como Broch, como Musil, como Joyce, como Faulkner si de la memoria de tu tierra y estirpe se trata... Lezama era una biblioteca con patas, dijo alguien. A él vuelvo desde la admiración y el asombro, que me parecen regalos de la lectura. No sé, erudición prodigios la suya, Lezama es un reto permanente a buscar las propias confluencias, a escudriñar oscuridades, claridades, bosque de palabras, mitos... Lezama y a María Zambrano, su pariente del alma.

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*Publicado originalmente en el blog del autor, Vivir de buena gana (1/3/2021)

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