Hubo un tiempo en La Paz City que cuando te encontrabas con un amigo en la calle, éste te decía, gestualizando para enfatizarlo: “che, hermano, ¿nos tiramos un pase?” o “¿cómo es? ¿le metemos un jale? Obviamente, no hace falta que anote cual era la respuesta. Ibas a un lugar conveniente -una cortada de El Prado, por ejemplo- y listo: todo por la napia, clarificación mental, sangre bullendo y a seguir la rumba. Eran códigos: esta situación se verificaba en modo reciprocidad tácito. Si vos tenías algo en el bolsillo y te tropezabas con un cuate, vos convidabas.
Otra situación catalítica tenía lugar de manera especial y aluvional en las tardes de invierno, las más aptas y propiciadoras para la ingesta de ese brebaje mágico llamado “chuflay”. Sobre él mismo -un preparado en base al aguardiente local llamado “singani”- no hablaré mucho, salvo recomendar la lectura de los innumerables textos escritos sobre el tema por el más afamado gastrósofo nativo, el Ramón Rocha. Con el “Ojo de Vidrio” -alter ego de RR-, por esos azares que la devoción procura, hasta tuvimos el honor de asistir juntos al velorio de uno de los reyes, sino el rey del singani de Bolivia. Fue una cita memorable, hace unos años, allá en Tarija, capital del afamado País del Singani, y debo decir que nos la pasamos bien sollado, como dicen los colombianos.
Insisto: eran las dos, tres de la tarde, invierno, cielo claro, sol a hachazos, ibas boludeando por La Hoyada, te topabas con un amigo y era casi inevitable: “¿y si le metemos unos “chufletes”?” “Y dale”: lo mejor de lo mejor era ir a algún lugar del centro urbano que tuviera jardín abierto o cerrado con esos ventanales del tiempo de María Castaña -con vitrales o sin ellos- o, más aventurera, a veces temeraria, agarrabas un taxi y te bajabas raudamente hasta Cota Cota, semi extramuros en los 90s, y de allí, no te ibas más ya que fija: naufragabas de lo lindo.
Otra, más módica pero sustantiva igual, se resumía en esta gloriosa pregunta: “che, bro: ¿y si nos tiramos unas chelas? En el centro ya aludido, hasta que algún amargo burócrata se le ocurrió prohibirlo, pululaban montones de “usucuchos”, de “bares infames” como los llamaba el Guille Aguirre con cariño, donde si querías una caja de cervezas (12 botellas) te las ponían ahí, bien bonitas al costado de la mesa, y si querías dos cajas, también. Vivíamos en un paraíso líquido y lo celebrábamos a cada rato.
Ahora, en estos tiempos pandémicos, y ya me empieza a emputar que así suceda, vas por la calle y te encontrás con un amigo y lo mejor que te puede pasar es que el ñato te rocíe espásticamente las manos con… ¡alcohol en gel! Algunos giles aseguran: cambio de época… ¿cambio de época? Andá a saber…
Dedicado a Yul, Juanca y Freddy, que partieron por la covid
Pablo Cingolani
Laderas del Aruntaya, 14 de abril de 2021
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