Arriaga, el extirpador de idolatrías, odiaba a las piedras.
Aborrecía a las piedras con rabia: detestaba la fe de los indios que veían en una piedra la presencia de los/sus dioses.
Debía acabar con eso.
Aclaraba el minucioso: “si saben que alguna o algunas personas tengan en sus casas huacas, dioses penates, que llaman conopas, zaramamas, para el aumento del maíz, o caullamas para el aumento del ganado, o las piedras bezares, que llaman Ylla, y las adoran para el dicho efecto, y con ellas tenga mullu, paria, lacsa, asto, sangu y otras ofrendas que les ofrezcan”.
Ordenaba y amenazaba: “y los que supiéredes o hubiéredes oído alguna de las dichas cosas de suso declaradas, lo denunciad y manifestad ante mí dentro de los dichos tres días, y los que contra esto fuéredes rebeldes seréis castigados por todo el rigor del derecho”.
Es obvio lo que anotaré: fracasó en sus afanes.
Su ceguera de alma le impidió sentir algo infinito: las piedras, todas las piedras, son sagradas.
Pablo Cingolani
Laderas de Aruntaya, 30 de abril de 2021
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