La esquina o divagación en torno a la sorpresa ontológica


“Si le volvemos la espalda, ese paisaje quedará sumido en su permanencia oscura. Quedará sumido por lo menos; no hay nadie tan loco que crea que ese paisaje se reducirá a la nada. Seremos nosotros los que nos reduciremos a la nada y la tierra continuará en su letargo hasta que otra conciencia venga a despertarla. De este modo, a nuestra certidumbre interior de ser reveladores se une la de ser inesenciales en relación a la cosa revelada.” Jean Paul Sartre

Márcia Batista Ramos

En una esquina cualquiera percibí la fantasía dialéctica de las avenidas y los cientos de cuerpos con la boca cubierta que se movían para todos los lados, mecánicamente, sin verse, sin tocarse, siquiera miraban de reojo…Todos sin expresarse.

Me sentí, sinceramente, gris y desgarrada, en mi vejez de muchos años. Envuelta en una extraña niebla. Percibí la verdad fragmentada: que yo había atravesado mi propia vida, con los ojos vendados. Un escalofrío traspasó mí espalda. ¿Qué podría decirme a mí misma, en aquél momento, si aún me sentía como una niña?

Miré a la bóveda del cielo de yeso donde la lluvia colgaba de una avecilla y sentí girar los rascacielos, mientras pensé que, desde el pavimento de la acera gastada, que soportaba mis pies (mi cuerpo, mis años), desde allí, silenciosamente, me lanzaría rumbo a la eternidad, en medio a una indiferente multitud, sin ningún temblor. Seguramente, mi cuerpo caería bajo el humo de la tarde ajetreada como un pájaro muerto o un papel caído al azar.

De repente, el silencio fue grande y millones de imágenes reventaron ante mis ojos, coloreando a la gris humedad del oscuro encierro. Entonces vi pasar por  mi delante a mi vida entera: recuerdos de ultramar, papelitos con borradores que no volví a leer, una niña inerte frente al mar, una copa de vino, un cuerpo en la ducha, leña crepitando, trenes, ángeles, aeropuertos, zapatos mojados, manzanas rojas, un rinoceronte, fotos en blanco y negro, un paraguas, pipocas, noches insomnes, trenzas, letargo, alguna herida zurcida,  la ropa interior con encaje, el pronóstico del tiempo para las próximas 48 horas, un soneto, la lluvia a fuera, Sancho Panza, algunos lugares que no fuimos, botones, números telefónicos, pino, llaves, un vestido de niña con un pato bordado, relojes, nieve, sombreros, servilletas escritas en un café, un bolero, nosotros sentados en la sala con pijamas...

Sé que para morir se necesita apenas un segundo. Y en ese preciso segundo antes de la muerte, uno hace un balance de la vida entera. Uno ve todo lo que fue, recuerda hasta la más recóndita palabra, en apenas un segundo, luego muere.

En cuanto se extinguía para mí el doloroso brillo del sol, en este instante fugaz, mis manos se anestesiaron, experimenté toda la angustia del mundo, al entender que yo no moriría por mi vejez, yo moriría por el espanto de ver mi existencia sin ninguna trascendencia, nihilizada, desprovista de posibilidades de modificar nada de lo que pasó en toda mi vida. Y, peor, sin haberme repatriado.

En mi pequeño dolor personal, descubrí que mis percepciones estaban acompañadas de la conciencia de que la realidad humana es reveladora, que a través de cada humano sin sentido en si mismo, el mundo se manifiesta y las cosas cobran sentido. Pues, mi presencia ya tan frágil, es la que pone en relación el pedazo de cielo que veo, con un árbol que no dejó que el viento desprenda todas sus hojas, a pesar de que era otoño; cada uno, en representación de todos los humanos, es quien multiplica las relaciones de las cosas con el ser; sin nosotros, las cosas no se manifiestan.

Entendí, que sin los humanos todo sería silencio. Y el silencio sería oscuro, sin horizonte, sin perspectiva. Sin la presencia humana, se anularían los paisajes y la unidad que representan. Porque, por más que estuviesen en el mismo lugar, no habría quién diera cuenta de su existencia, ya que una tarde de sol en un paisaje con un mar sereno, no tiene conciencia de sí misma.

El mundo es gracias a nuestras vidas, por más simple e insignificante que sean. Sin nosotros el azul no es azul, las montañas no tienen nombres, la piedra y el polvo dejan de ser, pues cada uno de nuestros actos revelan una circunstancia del mundo.

Fue allí, en aquella esquina que me encontré con la sorpresa de percibir la fantasía dialéctica de las avenidas y entendí que somos los detectores del ser. Los significantes del cosmos. No somos quien crea el mundo, porque el mundo ya está creado, pero somos los que revelamos su existencia.

El sinsentido en la vida, a veces, apesta. Otras veces, está tan íntimamente conectado con frustraciones y traumas que cuando uno entiende, piensa que es la luz al final del túnel que milagrosamente, comienza a brillar.

No percibí la infinita redondez del mundo. Algo quedó en suspenso; no entendí nada…

Parece que terminó el invierno y la primavera llegó para quedarse para siempre.

Sentí una gota fría en la mejilla, solo una; no era una lágrima; era una llovizna que empezaba a mojar la tarde ya húmeda.

Esperé el semáforo y crucé la avenida apiñada de transeúntes, abandonando, tan rápido como mi cuerpo me permitía, la esquina que hizo una intersección en mi vida.

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