En la última travesía, con mi nuevo compañero de andanzas, habíamos hecho la aproximación y establecido una ruta a seguir. El sitio al cual llegamos y desde el cual retomaríamos la caminata lo bauticé, sin eufemismos, como Ninguna parte.
Ninguna parte es un lugar precioso, una pequeña vega encima de una cañada que desemboca en la quebrada que va recogiendo todas las aguas del río que da vida a un valle lateral al valle principal que caracteriza este sector de la cordillera y la pre-cordillera de los Andes. Ninguna parte está cerrada por un imponente peñón de piedra oscura que concede al sitio una gravedad palpable. En esta nueva incursión, el peñón se convirtió, a la vez, en el lugar donde los senderos se bifurcaban y, dado el diseño que habíamos establecido de antemano, seguimos aquel que faldeaba la montaña que acogía a Ninguna parte en su seno. Fue así que dejamos atrás Ninguna parte. El objetivo estaba signado: se trataba de ver que había detrás de las montañas, detrás de esa montaña.
Faldeando el cerro antedicho, llegamos al fin de una huella. Al fondo, en el filo de la serranía, se divisaba, una solitaria llama. Nuestro próximo paso era llegar hasta allí, hasta donde veíamos ese punto lejano, la silueta reconocible de la llama. Empezamos a ascender casi en línea recta. Subíamos y subíamos. Vimos que la llama se movía, se desplazaba y, de repente, desapareció detrás de unos roquedales. Nosotros seguimos subiendo, en medio de una cada vez más escasa vegetación -habíamos pasado de los pajonales de ichu o paja brava que caracterizan a Ninguna parte a una flora enana, aferrada a la tierra, característica de la alta puna. Nada nos impedía la mirada, pero no había la llama. Cuando, de repente, se apareció y no sólo eso: venía directamente hacia nosotros. Sabía que estos camélidos son curiosos, de hecho, son domésticos, pero lo que no cabía en mí era ver que esta llama se había movilizado fácilmente unos dos kilómetros, dando un medio giro al aparente filo de la montaña, sólo para vernos. La llama pasó por delante de nosotros, nos observó con sus siempre femeninos ojos de llama y siguió su camino. No pudo existir un mejor augurio.
Seguimos ascendiendo. Elevando la vista, no había ninguna señal en el cerro, salvo una y ambos dos caminantes creíamos que se trataba de una choza o un refugio de algún pastor, pero no: era una piedra y, dado, como decía, que carecíamos de cualquier otra referencia, hacia allí nos dirigimos. Llegados a la piedra, que también nos brindó otro buen augurio, pero dado el carácter personal, personalísimo, del mismo me lo reservo, allí advertimos que habíamos rebasado el filo que veíamos desde abajo, desde la quebrada desde la cual se accede a Ninguna parte y en el cual habíamos avistado a la llama curiosa, y entrábamos a una pampa inmensa, desmesurada, intrigante. De hecho, estábamos donde queríamos, donde nos propusimos llegar: ya estábamos detrás de las montañas.
Es un lugar común, o no tanto, lo que voy a decir, pero detrás de las montañas siempre hay lo mismo: hay más montañas. Esto lo aprendí andando. Recuerdo una vez que expedicionamos y frente al reclamo de un fotógrafo que nos acompañaba y que lloriqueaba con un recurrente cuanto falta o cuando llegamos al segundo o tercer día de marcha, uno de los guías indígenas – era un guardaparque, callado y misterioso y, en mi bitácora, lo había bautizado como Queequeg. -lo paró en seco al muchacho de las fotos y, saliendo de su mutismo, le dijo algo así en el medio de ninguna parte (otra):
˗Sabe, amigo, esto va a ser así y así todos los días: subir y bajar, subir y bajar, subir y bajar hasta que lleguemos a donde hay que llegar. No hay más, cállese, camine y no joda más.
La fórmula surtió efecto. El fotógrafo no dijo más.[1] Esa vez, fueron 12 días de baqueteada. De ahí también mis respetos a los pioneros del andinismo: las aproximaciones a las montañas podían durar días, semanas o ¡meses! Lean a Saint Loup: no tiene desperdicio. Toda esa mística de la montaña, con las expediciones comerciales, los helicópteros y los teléfonos satelitales, desde ya, se ha perdido.
La cosa fue que ante nosotros se abría la pampa imponente y, en un primer avistamiento, no había más que eso: la pampa infinita. Esto lo cuento así ahora: por referencias cartográficas, estábamos encima de la cota de los 4500 metros de altura sobre el nivel del mar (digo ahora porque nosotros carecíamos de altímetro) y de lo que se trataba, desde el mirador inesperado donde nos hallábamos, era cuestión de encontrar alguna referencia geográfica que nos señalase donde carajos estábamos. En definitiva, era cuestión de internarse en la pampa. Marcamos un punto de referencia X y hacia allí nos dirigimos pisando suelo seco de bofedal, el pantano alto-andino, de ahí la presencia de la primera llama (que luego, como se imaginaran, se volvió un rebaño entero de cientos de ejemplares)
Habíamos llegado a Arriba de Ninguna parte. Lo que empezó a pasar a partir de ese momento sólo puede ser descripto como maravilloso. ¿Acaso la elocuencia de la fuerza del Ande no es, sencillamente, así? De repente y sin atenuantes, la geografía empezó a desplegarse. Primero, a nuestra izquierda, vimos una de las caras del nevado Huayna Potosí, afilada y radiante. Luego, en la misma dirección, empezaron a aparecer los amenazantes picos negros que señalan ese lugar llamado La Cumbre, la icónica apacheta de salida de La Paz y desde donde, popularmente, los Andes empiezan a derramarse hacia la Amazonía, la selva, el Atlántico que queda a 7000 kilómetros de distancia.
Cuando no salíamos de nuestra admiración y nuestro asombro, por el lado derecho, empezaron a aparecer dos puntos blancos, luego dos espectrales montículos de sal: eran dos de las tres cumbres del achachila mayor de la hoyada, el mítico resplandeciente, Guardián Inmemorial y Señor Eterno del valle donde se asienta Chuquiago Marka/La Paz: el Illimani que fue creciendo y creciendo hasta exhibir su colosal estampa sin nada que pueda desmentir su majestad infinita, su lazo perpetuo con el cosmos del cual es, a su vez, muelle y faro.
Y si esto no era suficiente para caer rendido frente
al portentoso espectáculo de la naturaleza, finalmente, de frente a nosotros, belleza
libre y salvaje, fuerza desnuda, apareció el nevado Murarata, ese que en la
mina Bolsa Negra, lame sus míticas heridas con la Huaca Mayor, con el “Tata” Illimani.
[1] Nobleza
obliga: llegados a un punto donde era posible una evacuación, el fotógrafo
renunció a la expedición y se rajó. Igualmente, sin rencores, fue despedido con
un agasajo etílico. La historia es larga, pero la resumo así: Queequeg, que
había sido parte del equipo de río que había transportado al fotógrafo por vía
fluvial dada la desmoralización y la derrota física del mismo, cuando volvimos
a lo nuestro, se me acercó y me confesó que le había agradecido a sus dioses, a
los dueños del monte, que el fotógrafo se hubiera ido.
Habíamos llegado a Arriba de Ninguna parte. Lo que empezó a pasar a partir de ese momento sólo puede ser descripto como maravilloso. ¿Acaso la elocuencia de la fuerza del Ande no es, sencillamente, así? De repente y sin atenuantes, la geografía empezó a desplegarse. Primero, a nuestra izquierda, vimos una de las caras del nevado Huayna Potosí, afilada y radiante. Luego, en la misma dirección, empezaron a aparecer los amenazantes picos negros que señalan ese lugar llamado La Cumbre, la icónica apacheta de salida de La Paz y desde donde, popularmente, los Andes empiezan a derramarse hacia la Amazonía, la selva, el Atlántico que queda a 7000 kilómetros de distancia.
Cuando no salíamos de nuestra admiración y nuestro asombro, por el lado derecho, empezaron a aparecer dos puntos blancos, luego dos espectrales montículos de sal: eran dos de las tres cumbres del achachila mayor de la hoyada, el mítico resplandeciente, Guardián Inmemorial y Señor Eterno del valle donde se asienta Chuquiago Marka/La Paz: el Illimani que fue creciendo y creciendo hasta exhibir su colosal estampa sin nada que pueda desmentir su majestad infinita, su lazo perpetuo con el cosmos del cual es, a su vez, muelle y faro.
Y si esto no era suficiente para caer rendido frente al portentoso espectáculo de la naturaleza, finalmente, de frente a nosotros, belleza libre y salvaje, fuerza desnuda, apareció el nevado Murarata, ese que en la mina Bolsa Negra, lame sus míticas heridas con la Huaca Mayor, con el “Tata” Illimani.
Pablo Cingolani
Laderas de Aruntaya, 6 de julio de 2021
[2] Sobre ese “detrás de las montañas”, un amigo me envió este mensaje:
“Ser místico es creer en el misterio que hay en la vida. Y por eso trepas la
montaña, porque detrás de ella continúa el misterio”. Tiene razón: la vida, sin
misterio, no tendría ningún sentido.
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