Melville, en su inolvidable Moby Dick, refiriéndose a la isla donde había nacido el enigmático arponero Queequeg, el salvador de Ismael, escribe que esa isla, Rokovoko, no existía en los mapas. La remataba, afirmando para la eternidad: los lugares verdaderos no figuran en ellos.
(Graham Greene, el intrépido, el amigo de Torrijos, el cónsul honorario por excelencia, siguiendo la línea aludida, la huella del autor del libro sobre la ballena blanca, escribió una inquietante crónica africana que tituló, provocativamente: Viaje sin mapas.)
Aruntaya no figura en los mapas. Aruntaya es un lugar verdadero. Aruntaya, como Rokovoko, no existe.
Rokovoko fue una creación ficcional del gran novelista neoyorquino, marino y vagabundo. Desde Aruntaya, firmo mis escritos. Algunos me preguntan: ¿dónde estás viviendo? Como diría Sepúlveda o un camba: vivo donde me da la gana, vivo donde mejor me siento. Vivo en Aruntaya.
Antes vivía en La Paz, una ciudad, pero que insiste en ser como las otras, como las otras putas e intrascendentes ciudades. Desde Ibn Jaldún hasta el presente, existe esta convicción: todas las ciudades son iguales. Haroldo, en Mascaró, lanza una sutileza: las ciudades son para atravesarlas. El caminante no se detiene fascinado por la urbe: la recorre de punta a punta y la deja atrás. El revés de la trama borgiana en la Historia del guerrero y la cautiva: Mascaró no es Droctulft, el bárbaro -el traidor- que murió defendiendo a Ravena, a Roma. A Mascaró lo torturan, lo picanean, casi lo matan en la ciudad.
Mascaró tampoco es la inglesa desterrada de Yorkshire, la cautiva, que la abuela de Georgie encontró del fortín de Junín adentro, en la mera pampa. Borges, es genial, es un maestro del lenguaje, pero le falta ese componente esencial que tiene que ver con el arraigo, con la supervivencia, con la identidad: el no siente que sea posible, justamente, eso.
Su mundo era una biblioteca; no la tierra, no su gente olvidada y humillada, esa que representa, también genialmente, ese Mascaró contiano, ese personaje indefinible, medio artista, medio guerrillero, medio vidente, medio genio, medio loco, siempre creativo, valiente y decidido: el espejo de nuestra Media América, esa que pugna por ser, como lo deseamos, alguna vez lo veremos, una totalidad, una sola, libre, justa y soberana, desde la Baja California hasta la Antártida.
Vuelvo de mi deriva: Aruntaya.
Viajando sin mapas, a lo Greene, encontré un lugar verdadero.
En Aruntaya, el agua es pura y se derrama, generosa, para que luego la contaminen.
En Aruntaya, hay reinos de piedras, reinos olvidados, recios reinos de piedra elevada y reinos de pura piedra, hasta existe una que me recuerda a mi madre.
En Aruntaya, el horizonte se ensancha, asciende y se ensancha, hasta que te quedas helado (y feliz) de tanto horizonte, de tanto cosmos desplegado.
Aruntaya no figura en los mapas. Aruntaya es un lugar verdadero. Aruntaya, como la Rokovoko de Queequeg, no existe.
Aruntaya, existe, sólo para mí.
Es el lugar que me habita.
Es donde me da la gana vivir.
Es donde siento que vive la vida
Y que la vida, la mía, vive.
Aruntaya, ñato, nena, baby, cuate
Aruntaya, amigo
Aruntaya, mi amor: Aruntaya.
Pablo Cingolani
Laderas de Aruntaya, 10 de septiembre de 2021
Fotografïa: Mauricio Aguilar Machicado
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