A Albanella Chávez
La historia de Bolivia como pueblo, nación o
Estado, más allá de la adjetivación y perspectivas sociológicas en la
definición de dichas categorías, no fue sino una constante de desencuentros
fratricidas. Tiranos y caudillos se han sucedido uno tras otro. Las burguesías
criollas herederas del colonialismo europeo, tras la formación de la república encontraron
en la soterrada resistencia cultural de los pueblos del Abya Yala un obstáculo para el ejercicio del poder neocolonial. Los
avatares de esa historia jalonada por rebeliones y revoluciones frustradas,
cuyas secuelas todavía continúan presentes en nuestro imaginario. Bolivia es un
país adolorido y esperanzado, en busca de sentido y transformación, unas veces
bajo la lupa de un realismo descarnado, otras, de manera esotérica. La
literatura como expresión estética de la experiencia humana y su estar en esta
existencia, no ha sido extraña en este desarrollo histórico del país.
La aventura abigarrada de hombres y mujeres de
este territorio en su devenir existencial e histórico está agrupada en el
significante, literatura boliviana. Por
otro lado, si la identidad nacional es aún un tema pendiente y, por
consiguiente, los bolivianos todavía no somos capaces de responder a cuestiones
como ¿qué es ser boliviano? ¿cuál es el sustrato de la definición de su
identidad? A pesar de los esfuerzos realizados por medio de lo que Javier Sanjinés
denomina las “metáforas de constitución de la nación cívica”, pues «la cultura del antimestizaje[1],
al igual que la del mestizaje ideal[2],
asentada en las metáforas de la enfermedad mestiza y de la regeneración
corporal india, construyeron el Estado-nación sujeto a discursos de dominación
que “excluían los valores culturales de los pueblos indígenas y de la mayoría
de la población respecto de los derechos de la ciudadanía”»[3].
No menos problemática, entonces, resulta la pregunta por una narrativa que nos
diga ¿qué somos en términos literarios y lingüísticos?; si bien asumimos la
existencia de la pluralidad cultural del país, el corpus literario no refleja
ni traduce esta realidad, porque si algo predomina en ese significante
mencionado es la uniformidad ideológica de la lengua. Algunos críticos
sostienen, por ejemplo, en el caso de Augusto Roa Bastos, su narrativa
guaranizó el castellano, no sucedió algo similar hasta hoy en nuestra
literatura, ni con el aymara ni el quechua y mucho menos con el resto de
lenguas existentes.
El escritor colombiano, Juan Cardenas, afirma: «la
mejor literatura […] no es aquella que opone lo local a lo foráneo, el folklore
a la vanguardia, el éxtasis sensorial al pensamiento, no. La mejor literatura […]
se presenta siempre como una zona de resistencia contra la uniformidad
ideológica de la lengua y está escrita desde la anomalía, incluso desde la
enfermedad, el trauma y la aberración»[4]
¿Existe esta literatura de resistencia frente a la uniformidad ideológica en
nuestro país? Cuando se repasa la voz de las 20 mejores novelas o ya sean 30 o
5, a pesar de la particularidad de los temas y las corrientes y movimientos, el
tono emergente es la uniformidad de la lengua. Esta uniformidad ideológica de
la lengua en la literatura del siglo XX estaba asociada a un uso impuesto
institucionalmente y que iba en detrimento de estadios convergentes de lenguas
preexistentes, por consiguiente, una estandarización de la lengua ligada al
prestigio de clase y hablantes con la consecuente anulación de la
heterogeneidad lingüística vivida en el país. Hubo excepciones que buscaron
salir de esta uniformización de la lengua, por ejemplo, Manchaypuytu, el amor que quiso ocultar Dios (1977) de Néstor
Taboada o Tirinea (1969) de Jesús
Urzagasti, pero a pesar de sus esfuerzos no lograron pasar la barrera de la estandarización
de la lengua.
Roland Barthes asevera que «la distinción entre
“buena” y “mala” literatura no puede hacerse según criterios simples y
definitivos, digamos para ser más exactos, unilaterales: es una repartición en
la que siempre estamos embarcados, es una de esas autonomías ante las cuales no
se puede jugar a ser juez; habría que tratarlas con ese espíritu de “vértigo”
que Michel Foucault puso para hablar de la pareja Razón-Sin razón»[5].
Aunque Luis H. Antezana, no duda en denominar a la literatura boliviana de una
literatura intrascendente y menor: «se asume de partida que hay
muchas obras simple y llanamente “malas”, que no comportan valores ni aun
dentro de los marcos inmediatos, aunque una sociología de la literatura
comprenda el porqué de sus condiciones de escritura»[6].
Pues bien, siguiendo a Barthes si no es posible distinguir unilateralmente la
paja de la cizaña en la narrativa del siglo XX boliviana, al menos una gran
mayoría de los autores puestos dentro del así llamado canon, respondían implícita
o explícitamente (consciente/inconscientemente) a la uniformidad de la lengua
asociada a una clase de estandarización supeditada al prestigio; en este
sentido, no fue gratuita su mirada y mimética literaria, hacia corrientes
europeas de moda (llámese, clasicismo, neoclasicismo, romanticismo, realismo, surrealismo
y otras vanguardias). De ahí que, el impulso presente en la novelística
boliviana del siglo pasado, respondiera a intereses y objetivos sociales y
económicos claros de una clase social, las nuevas burguesías neocoloniales de
la república.
En un Estado marcado de manera precisa por las
relaciones entre poder y gramática (estado y literatura) pues hasta el presente
no ha dejado de ser en sus condiciones de producción, un Estado extractivista;
la gramática del poder y la literatura desde la uniformidad de la lengua,
tenían la mesa servida. Como sostienen Gerardo Kruip y Raphael Zikesch: «Un
país como Bolivia, rico en recursos naturales, podría ser no solo un país rico,
sino también tener una población viviendo en prosperidad. Pero no es así. […]
El extractivismo y sus efectos son resultados de acciones humanas y no de
procesos naturales»[7]. En esta dramática
historia donde las regiones desde la fundación de la república han sido fuente
de avasallamiento y los pueblos sometidos a esta economía depredadora, no
encontramos ningún proyecto rupturista frente a la uniformidad y
estandarización de la lengua, la cual fue una herramienta sutil utilizada por
la literatura y el poder; la voz de los otros, fuera de la hegemonía de las
clases pudientes no encontraron espacio para que la literatura inventase el
habla de las naciones existentes dentro del territorio nacional.
La
literatura boliviana de finales del siglo XX y principios del XXI está marcada
por la dispersión, ya que «la literatura boliviana sucede, pues, en un
entramado cultural y social donde priman las dispersiones sobre las
articulaciones. Las intensidades más logradas de esta literatura se enriquecen
dado el múltiple y permanente proceso de desplazamientos significativos»[8]
y a pesar de esta característica nominal, ha vivido prisionera dentro de la
antinomia de la discusión de la disyuntiva cosmopolitismo/nacionalismo; si bien
para algunos estudiosos esta confrontación es un discurso superado en la
actualidad, pero para algunas literaturas marginales de la Europa oriental en
países considerados de segunda, no es un tema acabado[9];
sin embargo, debido al énfasis localista de la literatura boliviana, esta
disyuntiva nos da pistas para una mejor comprensión de la narrativa boliviana.
Ahora bien, cave una pregunta: ¿en la dispersión y el localismo que
caracterizan a la literatura boliviana, de cara a la uniformización de la
lengua, existe ya una literatura construida desde la anomalía, la enfermedad,
el trauma o la aberración?
La
palabra escrita desde el inicio de la colonización europea en el continente estuvo
al servicio del poder –absolutamente distinto del poder de la palabra, que tantas
veces derribó poderes omnímodos–. El crítico uruguayo, Angel Rama, en La ciudad letrada dice claramente: «Esta
palabra escrita viviría en América Latina como la única valedera en oposición a
la palabra hablada que pertenecía al reino de lo inseguro y lo precario […] La
escritura poseía rigidez y permanencia, un modo autónomo que remedaba la
eternidad. Estaba libre de las vicisitudes y metamorfosis de la historia, pero,
sobre todo, consolidaba el orden por su capacidad para expresarlo rigurosamente
en el nivel cultural»[10].
Así, en el curso de la formación de las repúblicas, el poder político y
literatura serán un binomio inseparable, y, la negación del otro, el iletrado
(indígena, campesino, o el mestizo como deshecho de la hacienda) fue
sistemáticamente excluido de la nación–estado. No obstante, se suele pensar de
manera generalizada, cómo la novela costumbrista, la novela de la tierra, la
novela minera, la novela de la Guerra del Chaco, la novela de la guerrilla, la
novela de la democracia, denunciaron las injusticias del sistema dominante, o
recrean el contexto en el que fueron escritas, más no dejaron de hacerlo desde
la uniformidad ideológica de la lengua; por tanto, en estrecha relación con el
poder. Y como observa Javier Sanjinés, la metáfora del mestizaje –asunto dominante en la
narrativa de la primera mitad del siglo XX–, por ejemplo, oculta una serie de justificaciones
en pro de la jerarquización y el orden de los vestigios de la
modernidad/colonialidad en el subcontinente[11]
y en Bolivia, naturalmente. En este panorama, hacia dónde va la literatura
boliviana de este primer cuarto del presente siglo, es una pregunta pertinente,
que críticos, investigadores y escritores, deberán responder en los próximos
decenios.
Se
escribe en todos los géneros –poesía, cuento, teatro y ensayo– en la actual
literatura de nuestro país. Pero no existe aún una literatura emergente que
rompa con la uniformidad ideológica de la
lengua, claro desde la cual nuestra literatura ha hecho sus mejores o
peores trabajos; pero sí hay constelaciones de escritores o lobos solitarios y
están produciendo una literatura boliviana que va desde la marginalidad pasando
por la enfermedad, hasta la aberración. Magdalena Gonzales, dentro del eje
temático relaciones de poder/imaginarios sociales aborda el problema de la
identidad, sostiene que «la escritura en los albores del siglo XXI no es la
reescritura de un pasado literario. No se trata de la búsqueda de un(os)
texto(s) fundacional(es)»[12].
A finales de los 90 del pasado siglo, Juan Carlos Orihuela advertía de la
gestación una nueva narrativa de corte urbano con «la proyección ficcionalizada
de un espacio/ciudad»[13].
Por esa razón, Erich Fisbach, habla de una literatura intimista en Bolivia a
inicios del siglo XXI, en la que los «espacios, esencialmente urbanos, son
ahora espacios de circulación y de transformación, espacios movedizos que acompañan
los dramas que viven los personajes y que llegan a limitarse a veces a una
representación minimalista»[14].
También se habla de poéticas marginales[15]
como en la ciudad de El Alto, y no solo poéticas sino ya con marcada presencia es
posible afirmar la existencia de una narrativa marginal, desde una perspectiva
de reacción frente a la estandarización de la lengua (uniformización
ideológica) dentro del marco en el cual se mueven grupos de escritores en el
eje central: La Paz, Cochabamba y Santa Cruz. Un común denominador dentro de la
crítica literaria ha sido establecer rupturas [Los deshabitados (1957), Cerco
de penumbras (1957)] y continuidades en la narrativa y la dispersión, de
modo que una novela totalizante de lo boliviano es un constructo utópico por el
momento.
La
literatura boliviana del siglo XX y la de principios del XXI, normalizada por
la uniformidad ideológica de la lengua (estandarización), asimismo la emergente
narrativa marginal con algún grado de contracultura literaria, no han dejado de
producir malas novelas. Mauricio Souza, decía al respecto: «En literatura, la
suave levedad del estilo neoliberal ha producido (y sigue produciendo) en
Bolivia, en muchos casos, malas novelas bien hechas. Es una escritura que
aspira, creo, a construir novelas que se parezcan a otras novelas, textos que
encuentran satisfacción en “no tener nada que envidiarle” a otros»[16].
En el camino recorrido y el por andar
de la literatura en nuestro país, está todavía lejos la posibilidad de
inaugurar un proyecto en el que la literatura, expresión de la experiencia
humana de existir en este mundo y donde afloran las debilidades y pasiones
humanas –afirmaba el escritor y sociólogo español, Francisco Ayala[17]–,
cree el habla literaria de algunos de los pueblos silenciados por la
uniformidad de una lengua a la que se la revistió de prestigio y los hablantes
la pusieron en práctica en las relaciones sociales y de poder, en detrimento de
la pluralidad de voces de las culturas presentes en este territorio invadido
por la modernidad/colonialidad europea.
Iniciamos
esta reflexión acerca de la literatura boliviana con la pregunta: ¿qué somos
literaria y lingüísticamente? Nuestra respuesta es que la pluralidad estaba
presente desde antes de la llegada de los europeos españoles, pero nuestra
literatura ha sido desde los albores de la república, una aliada del poder
establecido bajo la egida de la uniformidad
ideológica de la lengua.
Iván
Jesús Castro Aruzamen
Escritor,
filósofo y teólogo
Facultad de teología “San Pablo”, Cochabamba
ivan.castro@ucb.edu.bo
[2] Cf. F. Tamayo, Creación de la pedagogía nacional, La
Paz 1981.
[3] J. Sanjines, “Narrativas de identidad. De la nación mestiza
a los recientes desplazamientos de la metáfora social en Bolivia”, en Cuadernos de Literatura 18.35 (2014) 35.
[4] J. Cardenas, “Parando oreja”, en El País. Babelia (Madrid, 02.09.2021)
https://elpais.com/babelia/2021-09-03/parando-oreja.html?utm_medium=Social&utm_source=Twitter&ssm=TW_CM_AME#Echobox=1630676562
[5] R. Barthes, El grano
de la voz. Entrevistas 1962-1980, Buenos Aires 2005, 30.
[6] L. H. Antezana, “Literatura boliviana: límites y alcances”,
en Cahiers du monde hispanique et
luso-brésilien, 44 (1985) 129-130.
[7] G. Kruip; R. Zikesch, “Introducción”, en G. Kruip; R. Zikesch (eds.), El neoextractivismo en Bolivia.
Oportunidades, Riesgos, Sostenibilidad, Cochabamba 2019, 13.
[8] L. H. Antezana, “Literatura boliviana: límites y alcances”, en Cahiers du monde hispanique et
luso-brésilien, 44 (1985) 134.
[9] Cf. A. Lun, “Alfabetos extraterrestres”, en Revista de letras (20.11.20). La autora
escribe: “Pero un autor de una cultura periférica que quiere ser traducido
tiene que ser un escritor preexistente, un eco de lo que ya se escribió o tuvo
éxito en Occidente, un doble de alguien que ya pasó por ahí, una repetición en
otra escala de una melodía que alguien ya tocó” (párrafo 3) ¿Es necesario para
escritores y literaturas figurar en el canon del pseudo universalismo
occidental para ser verdadera literatura? Revisado de https://revistadeletras.net/jerzy-pilch-alfabetos-extraterrestres/
[10] A. Rama, La ciudad
letrada, Montevideo 1998, 22.
[11] Cf. J. Sanjinés, “El mestizaje y la
disyunción étnica de la plurinación: una visión personal del caso boliviano”,
en Telar 15 (2015) 71-85; Id, El
espejismo del mestizaje, La Paz 2004.
[12] M. Gonzales, Relaciones
de poder, imaginarios sociales y prácticas identitarias en la narrativa
boliviana contemporánea (2000-2010), Córdova 2017, 16.
[13] Cf. J. C. Orihuela, “La peregrinación
vigilante. Tendencias de la narrativa boliviana de la segunda mitad del siglo
XX”, en B. Wiethüchter, Hacia una historia crítica CEde la
literatura en Bolivia, Tomo I, La Paz 2002, 200-225.
[14] E. Fisbach, “La literatura intimista en Bolivia, una
historia del siglo XXI”, en Biblioteca di
Rassegna iberistica 14 (2019) 662.
[15] Cf. C. Cárdenas, “La construcción de la
marginalidad: La identidad y la representación en las poéticas hip hop alteñas”,
en Revista Nuestra América 3 (2007) 97-112.
[16] M. Souza, “La narrativa
boliviana reciente (1985-2010): veinte apuntes para la construcción de un
manual de lectura”, en Estudios
Bolivianos 26 (2017) 42.
[17] Cf. F. Ayala, Los usurpadores. La cabeza del cordero, Madrid 2020.
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