Miguel Sánchez-Ostiz
Es una perogrullada decir que el otoño del mundo rural no es el mismo que el de la ciudad. Esta mañana he pasado por las murallas y los fosos, y por la Taconera luego, he subido a duras penas unas escaleras que hace pocos años subía corriendo, hasta ir a parar a la calle por la que más me gustaba pasar en estas fechas, que solía estar solitaria con sus castaños de Indias y sus pilongas por el suelo. No hay paso que dé por esta ciudad que no me huela a despedida y cierre... «¿Sabes quién se ha muerto?», me dice uno con el que me cruzo. No, no lo sabía, no quiero saberlo, en el fondo al difunto no le conocía más que de vista o de nada. Callo. Me voy. «Estoy perdiendo la cabeza», me dice un amigo. «Yo también», le contesto para que no se sienta solo y porque creo que es verdad. Esto se acaba y el otoño no ha hecho más que empezar. Ahora escucho melancolías del Renacimiento de Jordi Savall, después de leer un artículo de Gloria Elizo sobre la corrupción nacional y la poder judicial y policial, en el que me he perdido, tal vez por estar estragado o por dar ese asunto por irremediable e irresoluble. Van y vienen los tramposos con mando en plaza, y eso no parece tener fin, y el país, nadie sabe cómo, no se colapsa, sigue su marcha trastabillante como carretón en piso tortuoso, arrasado por las aguas.
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Publicado originalmente en el blog del autor, Vivir de buena gana, 28/9/2021
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