Concha Pelayo
Ayer se celebró el día del libro, una fiesta luz, porque el libro, los libros, han sido y son esa luz que todos buscamos y que está en el interior de cada uno de ellos. La lectura ha sido para mí el pilar sobre el que me sostengo desde que era muy niña. No recuerdo exactamente a qué años empecé a leer, pero lo que sí recuerdo es que fue un libro, Mujercitas, el primero que leí. Y lo recuerdo porque la historia que contaba su autora, Louisa May Alcott, me conmovió desde la primera página. Trataba de la vida de cuatro hermanas, cada cual con su personalidad. Yo tendría cinco o seis años, no más, cuando lo leí. El libro me lo regaló un tío, hermano de mi padre, que era sacerdote. Las pastas eran duras y la portada mostraba cuatro figuras de mujer. Algunas de sus páginas estaban ilustradas en blanco y negro donde representaban las diferentes actividades de las cuatro jóvenes, protagonistas de la historia. Yo pasaba horas y horas leyendo y releyendo el libro y contemplando extasiada las ilustraciones. Una de aquellas hermanas, Jo, quería ser escritora y yo, inmediatamente de conocer las aspiraciones de aquella jovencita, me di cuenta de que yo también quería serlo, como Jo. Después de aquel primer libro, vendrían otros muchos más y me hice una infatigable lectora. Entonces, yo creía que para escribir había que vivir. Las historias que yo leía pertenecían a otros y yo quería, también, contar mi propia historia, pero, claro, yo no la había vivido todavía. Así creía yo, entonces. Pero lo cierto es que no sé por qué razón, cuando tenía doce años, comencé a escribir una novela que situé, nada menos, que en Rusia. La protagonista se llamaba Anuska Petroskha Koroskova. No sé de dónde saqué aquel pomposo nombre, pero deduzco que en mis manos ya habrían caído historias de aquel país. Escribí páginas y páginas en un blog de aquellos de gusanillo y la historia que me había inventado me parecía apasionante. Recuerdo que iba leyéndole a mi hermana y a las amigas más próximas la vida de Anuska. Un día, una de ellas se llevó mi blog para leerlo y lo extravió. No me lo devolvió jamás. Se perdió y nunca lo recuperé. Esta anécdota se la contaba a un amigo mío a propósito del día del libro y de lo que los libros nos han inspirado. Me dijo que la volviera a escribir, que me inventara un final. Fui describiendo desde la primera página, a modo de pieza teatral cómo comenzaba mi novela: "En una sencilla y pobre habitación, sobre una cama, yacía una mujer moribunda. Respiraba jadeando y tenía los ojos cerrados. A su lado una joven le acariciaba las manos, cruzadas sobre el pecho. Las lágrimas de la joven resbalaban abundantes por su rostro como la intensa lluvia caía sobre el cristal de la única ventana que había en la habitación. Al lado de la cama una mesilla con varias cajas de medicamentos y un vaso de agua. Sobre el techo pendía una sola bombilla. La joven estaba sentada en la única silla al lado de la cama. Ambas mujeres, en silencio." Así comenzaba yo aquella triste historia a la que le auguraba un final feliz. Hecha esta primera introducción, la mujer, madre de la joven, fallece y la joven deja la casa llevándose un hatillo con las pocas pertenencias que tenía. No recuerdo nada sobre el entierro. Ese capítulo no existe en mi memoria. La joven comienza su camino dispuesta a enfrentarse a la nueva vida que le esperaba, sola y sin recursos. Tendría que buscar trabajo en alguna casa de familia acomodada para ayudar en la limpieza o en la costura. Tendría que marcharse a la ciudad. Ella sabía coser pues su madre la había enseñado. Tomó el primer autobús que la llevaría a la capital y tras un largo y penoso viaje llegó a San Petesburgo. El autobús paró en una gran estación que ella no conocía y, de pronto, se dio cuenta de que iba a ser muy difícil encontrar trabajo porque no conocía a nadie y ella no tenía fuerzas, ni sabía qué pasos tendría que dar. Tampoco estaba acostumbrada a hablar con desconocidos. Nunca había salido de su pequeño pueblo. Aturdida por el movimiento de la ciudad, por los automóviles que circulaban en todas direcciones y por las gentes que iban y venían en todas direcciones se quedó quieta junto a un pequeño parque. Se acercó hasta donde había un banco y se sentó para poner sus ideas en orden y pensar, sobre todo pensar. De pronto reparó en un grupo de hombres y mujeres que hablaban entre ellos con gran excitación. Parecían no estar de acuerdo sobre lo que hablaban. De pronto uno de los hombres reparó en ella y como si hubiera descubierto lo que buscaba se dirigió a ella: Permítame que me presente, señorita. Soy director de una escuela de arte y estamos localizando exteriores para rodar un documental. Necesitamos a una joven que tenga ciertas características físicas y usted se adapta perfectamente a ellas. ¿Querría acompañarnos? Anuska se quedó estupefacta. No daba crédito a lo que estaba viviendo. Mi novela debía continuar de una manera muy previsible: chica humilde, desconocida, bonita, sin futuro y sin contactos que, de pronto, alguien la descubre y, como en las películas, le propone un trabajo como modelo, actriz o como vendedora de libros. Ya no volví a la historia de Anuska porque me parecía muy pueril, aunque no pueda complacer a mi amigo. La historia de Anuska quedó incompleta. El día del libro me ha hecho recordar los primeros años de mi infancia cuando empecé a familiarizarme con las pizarras y los pizarrines, los lapiceros y los tinteros. Creo que, de niña, yo no usaba bolígrafos pues no los recuerdo. Escribíamos, primero en la pizarrita y cada niño teníamos una pequeña tiza blanca con la que podíamos borrar lo que escribíamos con un pequeño trapito. Así era de sencillo nuestro instrumental. Más adelante escribiríamos con plumas estilográficas que había que cargarlas en un tintero que contenía la tinta. Un horror porque ésta manchaba los vestidos, los dedos, los libros, los pupitres de madera y ya no se quitaba la mancha. Recuerdo el gran bofetón que me propinó una odiosa maestra porque a mi vestidito de cuadros rojos y blanco lo había manchado en la pechera con una gran mancha de tinta. Al pasar junto a ella cuando salíamos al recreo, me cruzó la cara con su dura mano. Gracias a que junto a ella había una prima suya que había ido a visitarla y estaba allí y al presenciar la escena le preguntó, ¿pero, por qué le pegas? A lo que la odiosa maestra añadió, ¿no ves cómo lleva el vestido? Entonces yo miré hacia abajo y vi una enorme mancha de tinta en mi vestido. Nunca jamás me olvidé de aquel bofetón, como siempre supe que aquel gesto tenía mucho que ver con el odio y la discriminación. Y pasaron los años y apareció el bolígrafo. El boli fue mi gran aliado. Durante muchos años escribía a mano para después continuar con aquellas estratosféricas máquinas Remington o Underwood. Con aquellas máquinas aprendí a escribir en la escuela Superior del Secretariado en Madrid a no mirar el teclado. Llegué a alcanzar gran velocidad, más de trescientas pulsaciones por minuto y creo que todavía sigo siendo muy rápida cuando escribo y, por supuesto, sin mirar el teclado. Curiosamente, cuando tengo que poner algún número siempre lo miro. No quise aprender nunca la numeración del teclado; se ve que hasta en eso demuestro mi aversión a las matemáticas. Tras aquellas máquinas que se han convertido en piezas de museo, llegaría la máquina eléctrica, segura y limpia. Los escritos ya salían impecables. Y por fin el ordenador. En mi buhardilla guardo algunos ordenadores de aquellos que tenían una enorme panza detrás de la pantalla y una máquina de escribir de la marca Hispano Olivetti. Han pasado muchos años, mi vida, como todas las vidas, podría convertirse en una pieza literaria, pero hoy, gracias a las redes sociales y la facilidad con la que todo el mundo nos manifestamos, nuestras vidas son pequeñas piezas que, día a día, van conformando una novela. Como pudo ser la de Anuska Petroska Koroskova.
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Publicado originalmente en el blog de la autora, Quién me entiende a mi (24/4/2022)
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