Márcia Batista Ramos
A veces, cuando me emborracho con un poco de Ratafía o Ajenjo, grito muy fuerte:
- “¿Saben quién soy? Mi nombre es Pedro Antonio de Tal. Soy poeta. El mejor poeta. Infórmense de mi recorrido literario, para que no vengan a escribir tonterías. Gané premios importantes, no tengo premios falsos como otros o colección de reconocimientos como otras.”
Después me tumbo en el pasto como si fuera Gulliver y espero que miles de liliputienses, vengan a observar mi humanidad. Suban sobre mi cuerpo, caminen sobre mi cara como hormigas trabajadoras.
Trato de no pensar, pero, muchas cosas me vienen a la mente. Miles de imágenes, ideas, palabras que no logro atrapar cuando estoy sobrio. Los recuerdos se me acercan como gatos.
Si estuviera en mi casa, no tendría quien me ayude a desvestirme y acostarme, para silenciosamente, examinar mi celular y descubrir que escribí para Celia, la que vende comida en la esquina: “que la quiero, que desde que vi sus ojos y el color de sus cabellos me quedé fascinado. Que imagino mis manos en sus senos redondos…” ¡Ah! Si tuviera a alguien en casa, sería regañado y escucharía reproches y llanto de mujer. Llanto de niño, si tuviéramos un hijo.
Así era cuando estuve casado con Tania, ella me ayudaba a quitar los zapatos y a acostarme. Inmediata y silenciosamente, como quien roba, ella examinaba mi celular…Luego me recriminaba y lloraba, hasta que el niño despertaba y lloraba también.
Un día llegué y ella se había ido llevando al niño. No dejó ni una foto de mi pequeño, quedó solo el viejo caballito de madera. Solo pude ver a mi hijo nuevamente después que el juez fijó las pensiones.
En las noches frías si estoy borracho trato de regresar temprano a mi casa. Me abrazo a cada poste y me quedo iluminado por cada foco del alumbrado. Ana también se fue, llevó nuestro niño, los muebles, las ollas, los platos y el viejo caballito de madera.
Después, empecé a trabajar más duro, para pagar tantas manutenciones. Tengo que mantenerme sobrio en los días de visita para que ellas no me quiten el poco contacto con mis hijos. Entonces escribo poemas. Vendo mis libros. Gano premios.
Me molesto hasta el tuétano que no me tomen en cuenta, que la mayoría de los escritores ni saben de mi existencia y digan que hay unos chicos del arrabal que son poetas y que es mejor no meterse con ellos.
Si la prensa menciona por algún motivo que gané un premio, no dice o escribe mi nombre sin mencionar el suburbio donde vivo. Reniego de todos, hasta de mí mismo y me emborracho y despotrico contra todos. Y lo hago en voz alta. Que se enteren. Porque a mí no me importa. Digo vieja a las viejas, gorda a las gordas, mediocres a los poetas que se creen consagrados. Porque yo no los reconozco. Yo no los quiero. Yo siempre los criticaré. ¡Carajo! Si de mí dependiera, los crucificaría.
Me siento molesto con todos, hasta con mi madre. Desde mis tobillos siento un temblor cuando pienso en mi madre. El temblor sube hasta mi estómago y maldigo el día que nos abandonó. Recuerdo que mis primeros versos los escribí para ella: “¡Santa madre! ¡Puta madre!” Después en los domingos por la tarde, mientras crecía sin madre, me ocupé de pintar grafitis…
A veces, cuando me emborracho con un poco de pisco o singani, grito muy fuerte:
- “Mi nombre es Pedro Antonio de Tal. Soy poeta. Un Gran poeta.”
Después me tumbo en una plaza cualquiera. El paso de las hormigas sobre mi rostro es como una caricia, casi humana.
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