Miguel Sánchez-Ostiz
Me veo de niño mirando fascinado y atemorizado también, ese dibujo que ilustra el capítulo final de El coqueto don Sancho Sánchez (1938), libro del que he hablado mucho, sin saber ni quién era el autor del librico, Gabriel de Biurrun Garmendia (un amigo del abuelo boticario) ni el de las ilustraciones, el escritor falangista Ángel María Pascual, primo de mi tío abuelo Jesús Ayala (La nave de Baco)... runrunes de calaveras, diría Ramón Rocha Monroy... El esqueleto, la muerte, la huesera del cementerio del pueblo a la que se cayó el otro abuelo un día que fuimos a visitar la tumba del tío Bernabé y estaba la puerta cerrada, el viejo panteón familiar que me espantaba, las llaves de las momias... al final escribo de ella, de la que no tiene nombre, o por su causa, en estos amenes de un mundo que ha cantado con garbo un ítem missa est; escribo un «desbarre de difuntos varios», con un canguelo fatalista que no me importa confesar y sin más pretensiones que tener con él un puñado de lectores que acepten ese juego entre lector y narrador que tiene menos reglas que el guá o el hinque, porque juego es y no otra cosa. Una burla sombría, un desbarre literario ad sum de traviesos lectores. Una escritura como un salvavidas, algo a lo que agarrarse en tiempo de derribo como es este.
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Publicado originalmente en el blog del autor, Vivir de buena gana (7/5/2022)
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