Márcia Batista Ramos
“Nada los va a parar en la búsqueda de sus sueños. Se merecen todos y cada uno de sus éxitos” – Michelle Obama
Las personas en un intento de sobrevivir a la guerra, al hambre, a la escasez de trabajo y por tantos otros motivos tan básicos, acostumbran a buscar otro lugar para vivir y se transforman en inmigrantes. Salen de su país buscando Ítaca en los brazos de Morfeo.
Los inmigrantes no son aves. Pero abandonan su tierra natal en bando cruzando mares, aires y tierras. En busca de tierra firme, dónde por las noches, los pájaros de hierro y fuego, no sobrevuelen su ciudad con sus ruidos impertinentes. Temblando todo. Explotando bombas. Haciendo añicos al sueño de los niños.
Los inmigrantes no son ganado. Pero hace tiempo, se amontonan en la frontera (como ganado) en espera de que se abra la tranquera y puedan pasar. Están en busca de pan, de leche, de escuela, de techo y de muchos derechos que los gobiernos de sus países les niegan. Van desnudos de bagaje y llenos de esperanzas y ambiciones en sus mentes. Dispuestos a enfrentar políticas de los nuevos países, que parecen ser más peligrosas que las propias tempestades, pero ellos, apenas temen a la muerte antes del puerto.
Los inmigrantes no son fantasmas. Pero son invisibles para los gobiernos que los reducen a simples números, para contabilizar, fríamente, cuántos no comen, cuántos no tienen trabajo, cuántos enferman, cuántos mueren.
Los inmigrantes son noticia de periódico cuando el barco se hunde. O son protagonistas del fenómeno migratorio que atraca en costas y ciudades de personas sin documentos, analfabetas en el nuevo idioma y, por lo tanto, que no pueden acceder a su propio sueño. Así, obligados por sus circunstancias, tienen que vivir los escenarios más peligrosos de la vida real, como ese mar con el que Gianfranco Rosi empieza la película Fuocoammare.
Los inmigrantes cruzan el mundo con los ojos abiertos, deseando pertenecer a otro mundo, por lo menos, un poco más justo. Cruzan el cielo deseando mejor vida para sí y para los suyos. Cruzan los mares con miedo de la espuma, de los corales, peces y caracolas que les puedan engullir así, sin pasaporte.
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