Vagabundeando por las montañas, siempre encuentras tesoros ocultos entre sus pliegues. Son la recompensa a tus afanes. Pero también son algo más: si sientes el mensaje que acunan, sabrás que eso que ves y admiras no es otra cosa que tu espíritu reflejado en esa naturaleza desnuda, igual que tu alma que, frente a ellas, se despoja de todo, de todo aquello que carece de verdad y, por cierto, de belleza.
El alma, gozosa, comienza a errar por la incomparable grandeza que se te brinda y tu sientes como se carga de ese magnetismo que no existe salvo aquí: frente a la obra sublime, la obra ilimitada, la obra que pervivirá eternamente. Cuando te acostumbras a semejante milagro, la errancia, mi amigo, se vuelve arraigo. La montaña que ves afuera ya está también dentro tuyo.
Cuando eso sucede, adviertes que no hay mejor antídoto contra el desencanto y el desasosiego al que nos condenan, que esa transmutación sensible y prodigiosa que sólo se nutre de fe, fe en el arraigo, fe en la fortaleza que te nutre y que lo alienta, fe en la huella que vas labrando, piedra a piedra.
Allí es cuando lo comprendes: uno y la naturaleza indómita, uno y el secreto encontrado, uno frente a su alma de afuera, dura, serena, invencible, es otro de los rostros de la divinidad, es su abrumadora y celebrada presencia, es el destino que se descarna para que jamás lo dudes ni temas que ese sentimiento de plenitud te abandone. La montaña ya es parte de ti, y tu de ese dios salvaje y desafiante que las ha criado y embellecido para tu asombro y su gloria.
Pablo Cingolani
Antaqawa, 26 de junio de 2022
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