La Honoria, mi casera

Pablo Cingolani

Ayer me reencontré con la Honoria, con mi casera de Jupapina. No la abrazaba desde que nos fuimos al carajo, un gobierno de facto, un exilio, una pandemia, la vuelta de un gobierno votado por el pueblo y una guerra en Europa, o sea, no la veía hace mucho tiempo en esa realidad abrumadora. Sin embargo, se sabe: ese tiempo crudo y cruel de la realidad real está atravesado por el reloj del corazón, ese que te dicta las horas del querer, y en la clepsidra de los sentimientos, la Honoria siempre estaba, yendo y viniendo como la arena que uno agradece siempre sentir bajo los pies.


A la vez, confieso, siempre la veía, bien afanosa en su tienda, cada vez que pasaba por Jupapina rumbo a los cerros. Sabía que la Honoria se estaba, como debe ser, y que estaba bien, trabajando de sol a sol, como solo saben trabajar las mujeres aymaras. Ella había nacido en un pueblucho montañés, una comunidad agraria, una antigua, llamada Collana. Quien no conoce Collana, no se imagina lo bonita que luce: es un prado verde, unas cuantas casas de barro y techo de paja, una añejura de pueblo, y frente a él se alza, imponente, la waka mayor, el altar entre los altares del cosmos, el gran señor que resplandece, el eterno Illimani. De allí, un buen día, la Honoria se abajó hasta ahicito, hasta Jupapina, donde está el río que recoge todas las aguas de estos valles secos que se derraman desde la cordillera y el camino que tras enlazar un rosario de pueblos tan pintorescos y olvidados como el suyo te conduce hasta los faldeos de la montaña mágica.


Sucede: pasaron los años y al río le pusieron puentes y los pueblitos abandonados se fueron poblando con otra gente, gente de la ciudad que buscaba escaparse del frenesí neurótico de la urbe y creció el movimiento y la actividad humana y la Honoria que tenía su tienda justo a la vera de ese camino que en los 90s se convirtió en una carretera pavimentada, la Honoria, la sacrificada Honoria, no sólo se convirtió en un punto de referencia para el abasto de los que iban y venían sino que también, con el paso de los años, la Honoria prosperó. Hoy no tiene una tienda, tiene tres y un gran cartel que las corona a todas y que dice, en letras grandes, al que quiere entenderlo: ALMACEN ILLIMANI. Honoria no se olvidó de su montaña, del achachila que custodiaba y protegía a su pueblo.


Casero, casera, caserita, “case”, son términos que, en los Andes bolivianos, aluden a una confianza que se va tejiendo entre dos personas, uno que provee algo y aquel que lo recibe. Esa confianza, con el trato cotidiano, va excediendo el mero hecho del vender-comprar y se va entramando hacia el lado de los afectos, nutrida por la conversación, las confesiones, alguna challa, la casera o el casero va tomando protagonismo en tu vida y vos en la suya.


En Jupapina, vivimos una década, y teníamos tres caseros: el Nicolas, mi sentencioso abastecedor de rigor de singani Casa Real Etiqueta Negra, que falleció por culpa del bicho según nos contó Flora, su viuda; la Georgina que me salvaba de cervezas Paceña cuando la Honoria no estaba porque cerraba antes que ella.


La Honoria me proveía de las mejores cervezas heladas: esas que se beben al mediodía cuando el sol raja la tierra y hasta los cactus de los cerros imploraban por una helada, una bien helada. No se crea que sólo de nobles alcoholes vive el hombre: la Honoria nos surtía de marraqueta crocante, de fruta fresca, de carnosas paltas, de fragante cilantro, de esas cosas de comer que siempre te salvaban para enfrentar el hambre sin necesidad de ponerte a cocinar alimentos. También del limón y el hielo para el chuflay con el singani del “Nico”.


El hielo de Honoria, allá en Jupapina, era casi milagroso y tan literario como otros hielos que pueblan las páginas de libros memorables. Para llegar a su tienda desde la casa que habitábamos al borde del risco, subías una buena cantidad de metros, jadeando ladera arriba, el sol hachando y luego, cuando bajabas, te ponías la bolsa de hielo encima de la cabeza para evitarte espejismos. Estos, en verdad, empezaban cuando el elixir convenientemente frío y con harto cítrico entraba por tu garganta y activaba tu sinapsis y empezabas a ver narvales y toros y aves colosales entre las nubes y la montaña brillaba con sus extraños ocres y sus verdes que se azulaban y la leyenda de la gran serpiente cobraba vida y esa vida vigorizaba a los cerros, que se movían, latían, danzaban al compás de la ingesta, cada trago te sumergía más y más en la magia del valle hasta que salías a honrar al celaje del atardecer con la perra y el gatito y te quedabas extasiado ante tanta maravilla y todo era perfecto en la hora nona, el momento donde todo se suspende, tan frágil y tan potente, tan efímero e inolvidable, cuando el sol se despide y la noche llega.


A la mañana siguiente, volvías presto y deshidratado donde la Honoria a buscar algo para domar la resaca, para curar el ckaki. La Honoria, invariablemente, miraba tu facha deshilvanaba y con sus ojos negros de perdona vidas te decía, llenas de música sus palabras: ¡cómo es, casero, te has farreado! y tras descubrirte, se reía con tantas ganas que, de sólo escucharla, de pura alegría compartida, ya comenzabas a sanar.


Pablo Cingolani
Antaqawa, 19 de junio de 2022

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