La montaña siempre te brinda hallazgos inesperados. Sólo se trata de buscarlos y ella te los concede, generosa, porque sabe que hay secretos que se deben compartir para que el encanto no cese de seducir a los hombres, para que la magia les abra los ojos y para que sigan nutriendo su fe en el mundo que es lo único que te mantiene vivo.
Ese es el don de la montaña y ella sabe de dones infinitamente más que nosotros y por eso, porque otorga sus dones a aquel que los busca, ella se eleva, ella es tan potente, ella magnetiza, ella guía, ella inspira, ella ilumina y lo único que espera a cambio es que la celebres y la ofrendes como sólo merecen esos dioses tan presentes que, se siente, caminan con vos, te alzan y te protegen.
Esas divinidades benefactoras reúnen para sí todos los colores, pero en el blanco escriben el más puro de sus mensajes.
Fue así que hoy vi blanco a la distancia y corrimos imantados a su encuentro y el hallazgo, inesperado como decía, fue también maravilloso. En un alero que las aguas de la quebrada habían cavado en la santa tierra, ahí estaba. Allí estaba el hielo.
Dicen algunos eremitas que los que serán salvados el día del final, vestirán de blanco. Dicen que San Juan de Patmos, el que escribió ese final que tituló Apocalipsis, a su vez, vestía de blanco, de fino lino blanco, y que los que lo conocieron lanzaron malvadas habladurías contra él, asegurando que era un incoherente y un orate. ¿Tu lo crees?
Frente a la brillante presencia del hielo, conjugando su alba belleza con la radiante luz que se colaba por las rajaduras de la cornisa, una comunión tan poderosa que nos dejó mudos de emoción y en reverencial silencio, uno siente que los locos eran los que no creían en las revelaciones del profeta.
Igual que ahora: vivimos tiempos de poca fe, casi ninguna, y eso nos está royendo el alma, opacando el horizonte como nunca antes. De ahí, la importancia del hallazgo del hielo y su danza ceremonial con la luz: el hallazgo del hielo es una señal de esperanza. Ese era el mensaje de la montaña.
La belleza oculta, develada y que deslumbra no es sino eso: una indudable señal de buena ventura, de la buena hora, que es ahora y que es siempre.
Los hombres que se desdichan y se agobian deben volver a mirar afuera de sí mismos -todo el sistema no es más que un mecanismo perverso para encerrar a los seres humanos en sus propias cárceles de miedo y dolor constantes- para volver a reencontrar sus adentros.
Afuera, está el hielo que brilla como faro luminoso. Afuera está la quebrada que labra el escondrijo de los hielos. Afuera, está la montaña, altiva, invencible y poderosa como la querían los danuenses.
Adentro, está el mismo hielo que resplandece -blanco como el destino venturoso-, está la quebrada que vela por vos en medio de la inmensidad más avasallante, pero, si es tuya, si la vuelves parte de tu ser, será la más próxima y la más íntima de todas las verdades.
Debes saberlo: la montaña, amigo, nunca te miente.
Ve a buscarla como clamaba el poeta. Ve a buscarla, encuentra lo blanco y serás salvado. Lo anotó el Loco de la isla de Patmos que, ya lo vas entendiendo: no eran ningún loco.
Pablo Cingolani
Antaqawa, 29 de julio de 2022
Las fotos están tomadas en la Quebrada de las Piedras Rojas, Alto Umapalca -sector Cooperativa-, La Paz, Bolivia.
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