En el país del salitre


Si mi memoria no está oxidada, el gran aventurero que fue Saint-Exupéry sentenció algo así: no busques un reino perfecto, busca un reino fervoroso. El tipo sabia de lo que hablaba: fue un devoto de los desiertos. Veneró, a su manera, al Sahara y a la Patagonia. Y su máxima, no sólo honra a esos espacios donde la presencia de los dioses es omnipresente, como debe ser, sino que es parte, sustancial, de esa delimitación de la mística inmemorial que esos ámbitos de la geografía atesoran.


No hay cómo desmentir que los desiertos, los lugares desolados, son “espacios amables” por eso mismo: la presencia de la Gran Dadora llena cualquier vacío con esa llama perpetua, con esa luz de faro, que sólo acunan los lugares verdaderos, los recintos de lo sagrado, la tierra que se descarna y dialoga con uno, con quien se atreva. Eso sucede en el país del salitre.


Resulta que allí donde el fervor se alimenta a sí mismo, puede ocurrir también que tanta virtud desplegada se devele también como una estética tan poderosa que uno se queda extático frente al hecho sin contraste de admirarla y dejarse imbuir por ella. Eso también sucede en el país del salitre.


La belleza mineral es tan cautivante y tan diestra que uno se incita a sentir al reino no sólo fervoroso, como quería el autor de El pequeño príncipe, sino, a su vez, superlativo, ideal, perfecto.


La naturaleza, la inspiración de los dioses, es una obra maestra del arte más elemental, más hondo y más genuino de todos: aquel al cual es imposible sustraerse porque es tal su fuerza expresiva y es tal su magnetismo que no sólo conmueve el espíritu, sino que se vuelve parte constitutiva de tu cuerpo, va con vos, camina con vos, te ilumina y te guía.


El arte del salitre provoca eso, te convoca a esto: eres uno con la Diosa Madre del Universo y, con ello, cumples el mandato de vivir como si fueras a morir mañana -la plenitud te lleva y te eleva- y, por lo mismo, dejas una huella que, ya sabes, siempre puedes volver sobre ella. Llámalo compromiso, llámalo arraigo, llámalo legado.


En la vida, uno debe estar siempre dispuesto a perderlo todo, menos tus pasos. Ellos son tu marca en la Tierra y en la historia. Ellos son tu espacio-tiempo personal, personalísimo, íntimo.


En este mundo distópico y molusco que nos arrojan en el rostro, eso de “estar con los pies en la tierra” se vuelve no sólo una necesidad imperiosa para sobrevivir a los tsunamis de irrealidad que provoca el sistema, sino que -literalmente- hay que hacerlo. Es la única forma de conjurar esa irrefrenable ola de virtualidad que nos acecha y nos quiere tumbar con sus atajos y engaños.


Siempre proclamé lo mismo: busca tu desierto. Y no se trata de coronar una cima o descubrir un tesoro o una nueva y colectiva esperanza develada. Vivimos tiempos angustiosamente profanos. Al menos, encuentra la tuya. Digo: una fe. Allí donde el fervor anida y se echa a volar a cada instante, a cada paso, hay muchas.




Pablo Cingolani
Antaqawa, 23 de agosto de 2022

Fotos. Quebrada de Huacallani, La Paz, Bolivia


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