Claudio Ferrufino-Coqueugniot
Estados Unidos y Canadá juegan un partido de lacrosse, juego indio, nativo americano, muy transformado por supuesto. Pasa el domingo, una y veintitrés de la tarde. Absoluto silencio. Cuando llegué a las cuatro de la mañana, el vecino de polera negra terminaba varias botellitas plásticas de bourbon de a dólar. Lo saludé pero era una bola de carne balbuceando letanías. No estoy ya a esta altura para escuchar borrachos. Dejé de escucharme a mí mismo en casos así. Y eso que no hablo mucho. Susurro tu nombre, mujer anónima, a tu oído. C'est un jour comme un autre, la Bardot canta y cuenta que John Lennon se amilanó ante ella. Supongo que quiso decir que hombría y arte cayeron como lluvia gota de una hoja de parra. Eva y Adán. Ella, la serpiente, sabia y adecuada. El otro, pobre, solo posee costillas. Goyesca imagen de un mísero cachondo corrido por las meretrices. La Biblia es una gran ironía, la burla de un colectivo, el retrato nada ambiguo de lo que somos.
Leo Ferré viva la anarquía, muy cerca de la Place de la République. En ella, debajo de aquella estatua, vivan también la revolución turcos y kurdos al unísono. Incluso cosecho un par de besos, masculinos, de “camaradas” que nunca conoceré. Será que parezco turco. “Igualito a mi tío Kostas”, me dicen en el Québec helado. Era París y mi pobreza me permitía baguettes y medio kilo de queso perforado. Cuscús que cuesta una moneda, diez por los diez marrones francos.
Escucho Brassens.
A mi lado Salvatore Siracusa y aquel grandote, obrero, cuyo nombre no recuerdo. Ambos de Senza patria, publicación ácrata italiana. Ha pasado la Internacional. Se recita a Verlaine en el teatro estrecho. Ferré, pelón y melenudo, paradójica cabeza. Qué puta voz. Cierro los ojos. A la mierda Bakunin y Malatesta. Tengo una nostalgia grande. La de Aniversario de Franz Werfel; la de Proust; la de Fournier en El gran Meaulnes. Pongo nombres para acompañarme, para que el escrito no quede solo, no en este abandono que guardo con fondo de Léo Ferré, vaya lujo.
Elke Kalkowski no quiere que imprima su nombre porque su hombre se irrita. Pues que el tipo se ponga un supositorio, que ni se le ocurra penetrar mi memoria porque va a incendiarse el culo. Escribo y no escribo lo que y no que me da la gana. Nunca fui tribal ni gregario. Raza, nacionalidad dejo de lado, y todo lo demás que me atribuya cualquier característica ante la sensual voz de la Birkin. Decía que de fondo Ferré, y yo totalmente estúpido, como mi vecino pero sin bourbon, atolondrado, drogado de falsa lírica. En lugar de estar en la farra de despedida con él, de gozar de su voz cascada, de saludes a la anarquía y al grande, y gran cornudo, Mijail, el de la finca de Premujino.
En lugar de eso, a cambio de la perdida voz de Léo Ferré camino por las vías del tren. Ménilmontant. Nanterre. ¿Gané algo arrastrando penas? Podía haber disfrutado de mucha gente buena; el hecho de ser anarquistas les daba algo de santidad. No hubiera sido la fama o la grandeza, esas viejas de negro y bolsa llena no me caben, sino la riqueza de una tarde de arte. Si se hacía o no se hacía la revolución, quién sabe. Georges Balkansky ya estaba anciano y era muy fino para el máuser. Su esposa llevaba una boina parisién y fumaba con boquilla. Federación Anarquista Búlgara en el exilio. Lo que el viento se llevó.
Franco, la Muerte. Grimau. Lorca.
Lo he escrito tantas veces. Pero se puede escribir lo mismo eternamente. ¿O no es la vida eso, la reconstrucción de la penuria? Calcetines rojos; camisa y pantalones negros. Zapatos también. Vive l'anarchie! ¡Vivas tú y viva tu madre! Vieja puta, pero que viva ¿qué hacer? Cualquier cosa porque sonrías, porque me dejes ver el naciente de tus senos y ya desmayado me pongas la cabeza sobre ellos enroscando mis cabellos en cafuné portugués y yo finja morir para verlos sudar quedo hasta que la punta de mi lengua bebe tu sal y te das cuenta que ni siquiera dormido estoy y menos muerto. Sal del mar de piel, de los volcanes impetuosos de tus tetas. Así vestía Léo Ferré aquella tarde. Buenos anarquistas ellos, sonreían, llegaba la era de las flores. Me abrazaban y besaban. Las mejillas de Siracusa de cuero forjado. Pero supongo que es natural entre hombres buenos. A pesar de que el maestro Bakunin aconsejaba librarnos del gobierno de los hombres “buenos y virtuosos”.
Mientras me alejo por los rieles de Ménilmontant, Ferré sigue de fondo. Recita a Baudelaire y no tengo un perro franco para comprar pan. En la casa en que me alojan veo en un rincón un fajo de libras esterlinas. La hermana del dueño acaba de regresar de Inglaterra. No lo toco. Podía, pero no. No por la moral de no robar que ratero he sido, de los pequeños pero ladrón al fin, sino porque a veces me atraganta la decencia. Bueno, Ferré murió hace creo diez años. Nevermore, nevermore gritan los cuervos en Denver. Nevermore nevermore parece que me hablan y miran desafiantes. He puesto la marcha de Radetzki, interpretada por la Luftwaffenmusikkorps. Es marcha que usan los prusianos chilenos en sus soberbios desfiles militares. Memorias de Joseph Roth, cómo no, de su bella mujer loca. La tristeza es el ajenjo que no bebemos pero igual nos mata. Tristeza andina de paja brava. Tristeza de los cachubes de Günther Grass, el negro bosque de Goldkrug. Viena del Prater en crepúsculo.
Reviso lomos de libros que jamás ya leeré. Quiero, pero el reloj de arena es inflexible. Busco para saber si el Yampol de Bashevis Singer es este de Ucrania en guerra. Seguro que sí. Polonia se extendía tanto al sur.
Hay en el análisis genético que me regaló mi hija Emily mucho misterio. Aparte del consabido y notorio porcentaje de un veintiocho por ciento indio, un sinfín de detalles habla de cosas inescrutables. De un dos por ciento ashkenazy ¿de dónde? Y pienso que en este ignoto ancestro está mucho de mi afición por el este. Mucha de mi melancolía. Yampol y Bar. Taganrog y Kamenyets.
Parece que el tren de las afueras de París, que me alejaba de Léo Ferré y de la rebelión, me ha arrastrado hasta el Bug. Paris canaille.
Pasan los días, pasan las horas, pasa el agua debajo del puente Mirabeau. Tiro piedras al Oise, tengo hambre. Mendigo diez francos y en un bar me compro un sándwich de jamón y una cerveza. Abren el baguette, untan mantequilla, jamón y papel alrededor. Rico. Digo a mis hijas emparedado de jamón estilo francés, sobrio, modesto, sabroso. En Norteamérica son barrocos, les caen verduras por los costados, chorrea la mostaza, queda mayonesa en las manos, el cilantro con tallos es difícil de mascar.
Léo Ferré y ahora dónde te encuentro. La sensatez me tomó cuarenta años y a tus calcetines rojos los devoraron los gusanos al terminar tu carne. Me pregunto si la voz es el espíritu. Deduzco que los mudos entonces carecen de alma. Busco en la Biblia el sarcasmo, la mujer de sal; el pretérito es rico pero la memoria salmuera. Y lo que busco es cal viva, piedra alumbre, sebo de víbora, grasa de coyote. Herboristas que preparan venenos, casi como el envenenador de Catalina de Médicis en La Reine Margot. No se suda agua pero sangre.
31/07/2022
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