Apachetas
De las quebradas, sales a la luz, a la inmensidad, al infinito cosmos. Dentro de las quebradas, reina la sombra, el frío y la desolación. Debes andar con cautela porque puede atraparte su silencio de sepulcro, su intrigante y mansa calma, su desnuda quietud.
Para desmentirme, viendo la serpiente que me recuerda al Amaru, tuve el impulso de elevar un par de apachetas en memoria de todos mis muertos.
En verdad, las apachetas son eso: una vía de comunicación con los que se han ido.
Muchos creen que las apachetas señalan destinos, marcan los caminos: son algo más, son algo mucho más trascendental, son lazos que unen el mundo de abajo -donde el miedo a los peligros de la travesía domina a quien transita (y por eso mismo, para conjurarlo, deja su ofrenda de piedra)- con el mundo de arriba -el cielo, la eternidad-, donde habitan los que le/nos guían.
De ahí que las apachetas delimitan una geografía sagrada donde lo que las alza, las eleva, no es el equilibrio o la gravedad, es la fe incesante del caminante por no sentirse solo en la huella: los muertos caminan con él, los muertos caminan con nosotros.
La serpiente ya no está sola: ella, guardiana de la quebrada, recibirá todos los mensajes desde el más allá, ella también se volverá lazo entre nosotros y ellos, se volverá una posta restante inusitada, velará por todos.
Como dicen que decía Santa Teresa: cuando menos lo entiendo, más lo creo. Uamau
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El Urcusuyu: a lo lejos, vos, el sur
Diría Lawrence: la estéril belleza (se refería al desierto de Arabia), diré con él: la belleza de lo estéril. Gracias a la diafanidad del día, el altiplano austral se despliega frente a mí. Veo, a lo lejos, montañas. Son parte de un paisaje que se extiende, hacia el sur, hasta la Catamarca argentina. De allí, en diagonal, cruzando el Aconquija e internándote por llanuras que se abajan y abajan hasta el mar, está Carolina. Parado frente a esa línea que taja el horizonte, viendo ese más allá distante de solitarias montañas, la veo a ella, veo a la Carolina, y ella brilla.
Ese brillo ilumina el Urcusuyu, el país de la sequedad, el territorio indomable, el reino de Nieves, la yatiri, soberana imposible del desierto más frío, el más frío de todos.
La majestad del altiplano la sientes cuando recuerdas el rostro de los amigos: el Germán, el Carlitos Nina, la Lupe, la maga. Ellos también brillan dentro mío. Los pienso allá lejos, más allá de la línea que parte en dos al mundo, más allá en ese sur que se alarga y se alarga, tan adentro de mi corazón.
El Urcusuyu fue también mi escuela. Allí aprendí muchas cosas. Aprendí a valorar el silencio. Aprendí a sentirme perdido y que eso me habitara hasta volver a encontrar la huella, hasta volver a encontrarme. Aprendí a no esperar ninguna recompensa salvo la que la vida te concede. Aprendí a estar solo, caminando en modo naufragio, en medio de la nada, buscando señales y las encontré. Aprendí a despojarme, a desoírme, a desvanecerme en algo más poderoso y más nutriente que yo mismo.
Aprendí algo esencial: la verdad, la única verdad, es lo que sentimos. De lo contrario, “(…) seguramente no será un dios, / será una idea.” (Juan Pablo Piñeiro: Insectario)
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¿Y don Zenobio?
En bajando desde la apacheta de Tiñipata, siempre me lo encontraba, el de subida. Nos saludábamos ceremoniosos, hablábamos de alguna cosa, seguíamos nuestro camino. Verlo tan viejo y tan tenaz, merecía, mierda por esta modernidad desquiciante, al menos, un poema,[1] la mejor manera de condensar una emoción sincera. ¿Para que sirve la poesía se siguen preguntando los desalmados? La poesía no sirve para nada, salvo para expresar la verdad de lo que se siente, de lo que sentimos. Yo lo sentía al viejo Zenobio Choque.[2]
La última vez que lo vi a Zenobio fue el año pasado, antes de mis muertes. Lo estaba esperando al Bajo en el puente de Huayllani y vi como Zenobio, en su mambo, caminaba rumbo a la montaña. El me había contado que vivía en Kellumani, las tierras comunales estaban arriba, el iba y venía, lento pero afanoso, desde allí. Ahora los campesinos van en sus carros a sus parcelas; don Zenobio seguía yendo a pie, como era antes, como fue siempre para él. No quise molestarlo: lo vi irse por medio del bosquecillo de eucaliptus que franquea el río Achumani y pensé: qué macho el viejo, qué ejemplo.
Hoy me estremecí. El, en su tierra, tenía una especie de cobertizo al lado de sus sembradíos. Guardaría herramientas o sueños, pero ya no estaba. Habían chaqueado sus parcelas -donde yo vi florecer su papa- pero ni rastro de su hechura, todo había desaparecido, sólo quedaba la triste escena de la chamuscada, de la ceniza que bailaba, exhausta. ¿Se habrá cansado también el Zenobio? ¿Estará con mis padres en alguna estrella?
* * *
Unos obreros -todos aymaras, cuatro varones y una mujer- estaban empedrando una calle en medio de una urbanización fantasma de esas que pululan en esa ciudad sin destino que afana, día a día, a los cultores de un capitalismo salvaje a la usanza local.
El detonante que lo escriba es que la tal urbanización -irreal, pura especulación inmobiliaria- está cercando el que conozco como “el árbol del Kirito”, ese que está tan bien retratado en la película El gran movimiento del cineasta y amigo Kiro Russo.
La clase obrera es la vanguardia que construye el socialismo; los trabajadores son la columna vertebral del proyecto nacional, ¿dónde se fugó el paraíso que merecíamos?
Tal vez esté ahí, como siempre, delante de nuestros ojos -la unidad, la organización, la solidaridad, diría Nuestro General y Eterno Comandante en Jefe del Pueblo y sus Milicias- o, tal vez, sólo se trate de fortalecer esos lazos que nos unen con la piedra, con el árbol,[3] con las montañas y con el cosmos y volver a intentarlo, pero desde ahí.
Y ya será, y desde acá, desde los Andes, mi amor.[4]
Pablo Cingolani
Antaqawa, 6 de octubre de 2022
[2] Una vez, bajé de los cerros en compañía de Willy Huanca, el me aseguró que don Zenobio no tenía los 82 que yo había entendido, de su boca, que cargaba, sino diez años más, 92. Ver:
[3] Kusch
[4][4] Aquí hay un plan maestro para la batalla y la lucha: “Habéis oído que se dijo: Amarás a tu prójimo y odiarás a tu enemigo. Pero yo os digo: Amad a vuestros enemigos y rezad por los que os persigan (…)”
“Nadie puede servir a dos señores, porque o tendrá aversión al uno y amor al otro, o prestará su adhesión al primero y menospreciará al segundo: no podéis servir a Dios y a las riquezas”.
“Bienaventurados los que tienen hambre y sed de justicia, porque ellos serán saciados”.
Todas las citas corresponden a Jesús: El sermón de la montaña. Siempre estuvo escrito, nunca lo leímos o nunca lo entendimos.
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